La
ciudad es enorme; los edificios son de paredes duras e irrompibles; los hombres
caminan rápido cerca de los vehículos, incautos; las tiendas abren y cierran
sus bocas hambrientas a los viandantes. Desde aquel promontorio todo se ve
pequeñito, y lejano. Ella aún está envuelta en jirones, como el mundo la fijó
en su retina, y sus lágrimas ya son perlas en su rostro escuálido. A veces
recuerda a los hombres de ojos fríos que en el frío la contemplaban, y su voz
adquiere una vibración extraña. Entonces una sombra extraña la rodea y la
abraza, para que continúe olvidando, y sienta la felicidad que se eleva en la
desmemoria. Pero entonces el sol termina su trayecto en el cielo y retazos de
nubes desgajadas se encienden, y ella señala el día en que un cielo como aquel
fue testigo de sus manos lívidas, de sus pies bajo la nieve, de su aliento
envenenando el aire, y entonces ella se libra de aquellos brazos oscuros y se
dirige enfurecida hacia el precipicio, para tomar una piedra y lanzarla contra
el orden y el tiempo devastado. Luego vuelve a su lugar, cierra los ojos y se
duerme de nuevo.
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