"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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sábado, 26 de abril de 2014

CIRCO

Día tras día, semana tras semana, año tras año, los fatales vaticinios de los más pesimistas se iban cumpliendo, como gotas de rocío que caen de las hojas melancólicas de la noche. A veces una cuchillada penetraba en la carne de aquel pueblo insensible, y por un lado un grito tenue salía en dirección al cielo. Era la Desesperación. Pero inmediatamente allí llegaba su inseparable hermana, Resignación, derramando cordura sobre aquel terreno sembrado del dulce y placentero veneno de la infamia, evitando mayores estropicios.
Entonces aparecía el filósofo maldiciendo el círculo del Destino, la rueda que ordena el mundo según la comodidad y la pereza, y se levantaba de su asiento mullido y en un arrebato blasfemaba contra los hombres poderosos, contra el tiempo, contra los muros indecentes de la injusticia, en una expresión de ira irreversible.
El ínclito poeta escribía versos incomprendidos, llenos de belleza eterna, ardientes, en un afán desorbitado por crear un esbozo de imaginación colectiva, y en ellos reflejaba un retablo tenebroso en el que el pueblo sucumbía a los monstruos que caminan hacia el infierno sobre una carreta de heno.
Las masas humanas que llegaban del séptimo círculo del infierno rugían con sus antorchas inclementes e iban iluminando punto por punto el cielo oscuro de la noche, pero el hombre no veía nada porque otra luz más poderosa le tenía obnubilado, y reía de su propia comedia, y la música atronadora y procaz llegaba a sus oídos como una bella melodía que desafiaba las ondas beligerantes con un mágico encantamiento.
El político rompió la botella virginal y cortó el cordón tensado por la mesura, y todos los clamores llegaron al cielo, de donde cayeron relámpagos de emoción para sellar otra costumbre imperecedera. Y el hombre siguió obstinado en la amistad y, pertrechado con todas las viandas y licores requeridos para la ocasión, sucumbió al  hechizo de Baco, y desplegó la pasión desmesurada de su finitud, representando su miseria y su locura en un circo que sólo él reconoce.

Nadie cree ya en la redención, nadie cree que haya algo de verdad en esta burda representación, porque el hombre ha aprendido a conocerse, y a temerse cuando el mar de la locura se alza amenazante. Pero la risa es un licor tan embriagador.

domingo, 20 de abril de 2014

AHORA QUE EL NEGOCIO VA BIEN

Ahora que el negocio va bien, Ana María ha vuelto a la soledad. Y ahora recuerda continuamente aquella frase que Jorge decía al salir a altas horas de la noche del Horno: “Algún día yo seré mi propio jefe”. Porque hace ya unos meses que es jefe de cinco trabajadores, y parece como si disfrutara con ello. Pero a Ana María le parece que al mismo tiempo él se ha convertido en su propio esclavo.
Entre sus empleados está Angelita, la pobre, con su barriga de cinco meses. Él se lamenta y cree que ella le engañó, pues no se le notaba nada cuando entró en el Horno. “Y luego vendrán los días de permiso, y los días de enfermedad, y la lactancia…maldita ruina”, gruñe Jorge cuando Ana María le pide que cuide de ella y no le haga cargar peso.
A veces Ana María ayudaba a hacer masa. Pero sabía que a Jorge no le gustaba que fuera porque su ritmo era demasiado lento, y se entretenía demasiado hablando con Angelita de niños y del futuro. Entonces él comenzó a decir que no había trabajo para ella, para que no acudiera al Horno a entretener a sus empleados, y para que no sintiera pena de ellos, pues Jorge detestaba aquella mirada compasiva con que Ana María les trataba.
Cuando Ana María regresa de acompañar a los pequeños a la escuela, pasa por el Horno y recoge unos churros que luego desayuna en casa, a solas, pues desde que se casaron Jorge siempre madruga.  Cuando aún todos duermen, él se levanta y, sin hacer ruido, se marcha. Luego ella lo visita y le da los buenos días, y un beso. Y vuelve a marcharse.
Ana María nunca había dicho a nadie que estaba sola. Es una mujer muy introvertida. Pero un día rompió su silencio con su mejor amiga. Le confesó que llevaba dos semanas llorando todos los días y que creía necesitar ir a ver a un psiquiatra. Se abrazaron y su amiga le susurró al oído que siempre la tendría a ella.
Ana María pasa las tardes en casa con sus hijos, ambos hiperactivos, tal vez como Jorge. Le preocupa el mayor, pues es muy introvertido y apenas sale de su habitación. El pequeño no tiene querencia por los estudios, y ella le ayuda a estudiar. Desde que el negocio va bien, ella les habla constantemente de papá. Ellos la miran con cara extraña y no responden. Cuando Jorge llega por la noche, ellos ya duermen.
Ana María sabe que ya no son una familia pobre, y cada vez le cuesta más decir no a los chicos. Cree que el mayor tiene demasiados aparatos en su habitación,  y que ese es el motivo de que no salga de allí. Es un chico educado y saca buenas notas, pero no sabe por qué, ella cree que ha fracasado con él.
Ana María también era buena estudiante, pero dejó de estudiar a causa de sus fobias y pánico a la gente y a los lugares extraños. Desde que el negocio va bien, apenas se relaciona con nadie. Cuando vuelve del Horno, pasa por la Academia de Arte, y sueña con dar a conocer sus pinturas y sus dibujos, pero al punto una angustia galopante le oprime el pecho.
Ana María está sola y es incapaz de moverse entre la multitud. Hoy ha decidido ir a ver a un psiquiatra. Piensa que quizá con unas pastillas pueda salir de sí misma. Pero justamente hoy Jorge la ha llamado por teléfono para pedirle ayuda, pues necesita alguien para amasar.
Ana María acude al Horno y comprueba que su mejor amiga está ausente. Entonces llama y el teléfono no salta. Pregunta a Jorge y no encuentra respuesta. Ana María se lava las manos, toma unos churros y se marcha. Jorge la mira alarmado desde el otro lado de la vitrina.
Angelita se encuentra por fin en el hospital de Santa Ana. Se ha roto y ya todo es en vano. Ana María la abraza fuertemente y llora por ella. Pero Angelita es fuerte y hace acopio de palabras para decirle en un frío suspiro que quizá sea mejor así, pues ya no preocupará a Jorge con su futura maternidad.
Ana María escucha un eco de aquellas palabras y recuerda, de repente, con lágrimas en los ojos, que Angelita no tiene pareja. Porque ella siempre respetó que no quisiera hablar del padre de aquel bebé. Su mejor amiga, su gran amiga, su íntima, a quien ella tanto quería. Angelita, Angelita, ... dice, antes de volver a abrazarla, ahora con más fuerza aún. Como si fuera el último.
Ana María viaja en el tren de las nueve de la mañana. El psiquiatra le dio una caja de pastillas. 

lunes, 14 de abril de 2014

TRES SOMBRAS SOBRE LA TIERRA


Fuera de la casa caía la nieve. A lo lejos, tras un velo blanco, se podían atisbar las últimas montañas tras las cuales se extendía la infinita estepa. En el salón las llamas de la chimenea comenzaban a extinguirse lentamente bajo los troncos consumidos. Delante del hogar, sobre el sofá, yacían los dos amantes, entregándose cuerpo a cuerpo al acto descarnado para el que habían sido concebidos por la divinidad. Él resoplaba tensando su portentosa musculatura, con una sonrisa dibujada en su rostro, volteando a su pareja. Su piel de color rojo infierno contrastaba con la tersa blancura de su amante casual. El Bien y el Mal. Ninguno de ellos era consciente de sus actos, tal era la inconsciencia de la creación, y sin embargo, allí mismo el Mal inyectaba en su amante toda la voluptuosidad, la avaricia, la corrupción y los vicios con que había sido creado, tras lo cual la bondad inocente de aquella criatura iniciaría el camino hacia su propia consunción, fechada el día en que nacieran sus hijos, los gigantescos hijos del mundo.
Durante los meses que siguieron arreció el viento. La casa se erguía en la soledad a la espera del alumbramiento. Entre el vacuo cuerpo del viento a veces se divisaban espectros aciagos: un caballero  oscuro vestido con un raído uniforme militar acompañaba a una dama, blanquecina y difusa, evocando alguna cuenta pendiente con la Humanidad. Hasta que pasó el invierno, y el sol alumbró por primera vez la cima de las montañas. Fue entonces cuando se vieron por primera vez, como nacidos de las blancas tinieblas del invierno, los tres herederos de la divinidad y sus tres enormes sombras proyectadas sobre la tierra.

PASIÓN
Y los primeras pinceladas de la primavera comenzaron a aparecer sobre la tierra: el sonido de las aguas deslizándose entre el hielo sucio, los pájaros retozantes, las copas de los árboles adornándose con la fronda. La estepa se volvió verde y su hierba comenzó a ondear con el viento suave y frío que provenía de las montañas. Entonces, la Pasión surgió del frío, como un aire que se despliega para ejercer un influjo sobre los hombres. Hermosa dama con la que el hombre se volvería voluptuoso, porque así lo era ella, pues en su paseo por entre las almas terrenales aquella dama escanciaba un licor de felicidad entre ellas, en el lugar donde luego brotaba la alegría, y la inconsciencia, porque inconsciente era también su belleza. Y tan pronto esto ocurría, la perdición ponía las manos sobre el destino de aquellos pequeños seres.
Pero la Pasión era efímera, y el hombre mortal, débil y pobre. Y el fuego de la Pasión le daba una fuerza descomunal, pero efímera. Fue entonces que el hombre decidió que la Pasión no debía extinguirse y, con toda la fuerza del recuerdo incesante, quiso alimentarla. El hombre se dispuso entonces a quemar toda la materia que le rodeaba para alimentar la Pasión, y evitar que la llama se extinguiera, y deseó toda la riqueza a su alrededor para con ella perpetuar aquel fuego. Y a partir de entonces, cuanta materia le estaba prohibida al hombre él la arrebataba para quemarla y fundir con ella su alma. Ocurrió entonces que, en el devenir de los acontecimientos, el hombre no tuvo más remedio que entregarse al Mal, pues sólo Él atesoraba toda aquella materia prohibitiva que tanto deseaba el mortal de los mortales. Desde entonces aquella hermosa dama quedó para siempre entre los hombres, aunque envilecida por ese absurdo deseo de eternidad, y enloquecida al verse convertida en Lujuria.

RAZÓN
El sol ascendía lentamente hacia el solsticio, y el hombre continuaba el ritmo lento de los astros en su sucumbir bajo las llamas de la Lujuria cuando, de repente, la Razón apareció bajo el sol como un ave redentora. Aquel caballero de porte recto y flema de poderoso puso su mano en el hombro de aquel ser mortal y débil, y entonces el hombre entendió que había sido el elegido para crear un imperio en el mundo, y alcanzar la perfección y la sabiduría. Y de repente todo adquirió otro sentido para él, pues comenzó a ver su futuro y, ante este, la necesidad de acumular riqueza y asegurar la progenie que perpetuara el goce de los bienes terrenales y de la Lujuria. Y el hombre reivindicó ante el otro su territorio y su poder, y se entregó al Mal para trazar fronteras y alzarse en guerras contra sus oponentes, otros hombres, y con ello trató de vivir para siempre, pues la Razón le había enseñado que con ella alcanzaría la vida eterna.
Sin embargo, flotando sobre este pensamiento, el hombre se volvió orgulloso, y se hinchó de vanidad, y dejó de adorar a su dios la Razón, pues ahora él era fuerte, tan fuerte como el más poderoso dios. De esta forma, aquel caballero, entendiendo que el hombre ya había superado los límites de su propia ambición, decidió castigarlo y someterlo a su propia inconsistencia, inoculando en aquel insignificante ser la enfermedad de la duda. Desde aquel momento el hombre vivió atormentado por la duda de saberse absurdo y por el eterno sinsentido de su existencia.

FE
Y llegaron las lluvias del otoño, y los vientos se cernieron sobre la estepa milenaria vestida con su manto anaranjado. El hombre arrastraba consigo las cadenas de la Lujuria que lo consumía, de la soberbia que lo cegaba y de la duda que lo afligía, y la vida cada vez se le hacía más y más pesada. Ocurrió entonces que en su lento vagar por la estepa infinita, un ser apareció ante él para tomarlo de la mano. Y el hombre sintió que alguien lo dirigía hacia el lugar de las montañas, y miró al lado y vio un chico con la mirada perdida hacia el horizonte. Sus labios apenas se despegaban para exhalar un aliento, y la serenidad estaba impresa en su rostro. Entonces un sentimiento nuevo le fue imbuido en su corazón, y el hombre comenzó a soñar con la cima de las montañas, y una ilusión imprevista le creció en su alma, hasta hacerse adulta y adoptar forma de paraíso, pues sólo el paraíso podía crear la dicha que acababa de brotar en él. Y fueron días y días, años y años, cogido de la mano de aquel pequeño muchacho cuyo pelo crecía y ondeaba con el viento, cuya camisa blanca se deshacía frente al viento frío que les frenaba en su lento caminar hacia la cima. Y durante siglos y siglos el hombre no dejó de soñar, y cada vez que las cadenas se le enredaban en las piedras del camino el hombre miraba al pequeño y su sosiego le transmitía la energía que rompía el lastre del sendero.

Hasta que el cielo se puso blanco y la montaña se irguió ante él como un muro infranqueable. Al pie de la gran montaña, el hombre miró al chico y vio que le señalaba el lugar, y era tan grande la Fe que había depositado durante tantos años en aquel paraíso que sus brazos y sus piernas se alzaron sobre sus propios límites, hasta llegar impulso a impulso a lo más alto de la cima. Y habiendo alcanzado la más preciada de sus metas, aún con los ojos húmedos del contento y las sienes ardientes por la extenuación del viaje, el hombre buscó con su mirada una señal, la señal del cielo, la señal del paraíso anunciado. Y sin querer atosigar a los dioses ni despertar rumores infieles con su impaciencia, el hombre esperó allá arriba, ensimismado en la contemplación de su recuerdo. Hasta que sus huesos se endurecieron  con el frío de la montaña, y sus manos quedaron inertes ante la vana esperanza del paraíso, hasta despertar de repente sacudido por el apremio de la vida. Entonces el hombre recordó al jovencito que había abandonado por el camino y pensó que sólo él podía devolverle las fuerzas y la Fe, después de lo cual volvió sobre sus pasos y comenzó el descenso en dirección a la estepa infinita, en busca de la ilusión perdida, de una mano que lo guiara. Fue entonces, en su brusco retroceso, cuando la locura comenzaba a confundirle los sentidos, cuando halló al pequeño en medio del camino. Estaba tumbado en la nieve, con la mirada fija al cielo, los brazos en cruz y unos hilos de sangre brotando de sus pies y manos. En aquel momento, el hombre supo que ya nada podría salvarlo.  

sábado, 29 de marzo de 2014

UNA COSTUMBRE INSOSPECHADA

Desde su regreso del hospital de San Lorenzo, el tío Santiago adoptó una costumbre que por aquel entonces nadie llegó a sospechar, ni siquiera su hermana Amalia, quien había acudido a pasar una temporada junto a él. Aquellos días de verano eran largos y el crepúsculo llegaba tarde, con el día ya agotado por tantas y tantas horas de calor. Poco antes de ese momento crepuscular, el tío se sentaba en su hamaca en el porche y esperaba a que alguien le hiciera una señal desde fuera. Entonces se acercaba a la valla y, a través del seto de tuyas, comprobaba que era ella. Luego, sin hacer chirriar la hoja de la verja, salía a su encuentro. Desde allí hasta la cima de una loma cercana caminaban sin apenas intercambiar palabras, cogidos de la mano. Luego se sentaban y esperaban a que el círculo incandescente comenzara a hundirse en el horizonte. No más de dos minutos tardaba aquel astro en su lento caminar hacia su ocaso, y durante aquellos dos minutos densos y evanescentes de suave plenitud, de dulce agonía y tranquilo silencio, ellos quedaban sumidos en una profunda espiritualidad. Pues en aquel dorado esplendor que quedaba en el cielo ellos veían su propio esplendor, el momento en el que ya podían mirar hacia arriba sin miedo a quemarse los ojos y deleitarse con el magnifico colorido que los dioses dibujaban en el cielo.
Poco a poco, las montañas quedaban sepultadas por la penumbra de la noche, los relieves oscuros de la vegetación se iban confundiendo con el negro de la noche y los monstruos de la noche despertaban de su letargo, como si hubieran estado esperando todo el día a que el astro rey escondiera sus brazos fulminantes. Pero ellos no se movían del sitio, pues desde aquella cima el viento les llevaba los olores del pasado, y entonces el tío Santiago comenzaba a sentir un halo de vida en el recuerdo de los cuarenta años que había pasado surcando aquellas tierras con su tractor, respirando el polvo aventado por el solano, embriagándose con el aroma de las cosechas, dejando su cuerpo y alma en aquel desierto día a día esquilmado. Y en aquel momento todo aquel mar de tierra extenuada que se hundía en la noche le despertaba una ola de grata nostalgia que no lograba entender.
El tío Santiago había vivido en aquel lugar toda su vida, sometido al inagotable trabajo de la tierra, y aquella idea le infundía un sentimiento de pertenencia. Aquella finca se le volvía infinita. En ella había construido su propia familia: Benito, Eustaquio, Ramón, jornaleros que habían sido sus hermanos, con los que había compartido el mismo plato, las mismas penurias y el mismo destino. Con ellos había aprendido a vivir en la aridez y a sacarle jugo a las penalidades, con ellos compartió sus silencios, sus secretos y sus oscuros deseos, y el más diáfano de todos: el amor nunca correspondido de la mujer de su vida. 
Al final, el Estado logró separarlo de aquella tierra. Una suerte de carta sellada firmada por el presidente le reconoció su derecho a reposar de su trabajo y a dejar para siempre la finca y la familia que él nunca quiso abandonar. Se jubiló, y entonces toda la vida sacrificada en aquella tierra se le volvió hermosa como nunca. Y, como si un vaticinio aciago y errático hubiera caído sobre él de repente, dijo: “No me quiero morir”. Y desde entonces el tío Santiago se aferró a la idea de que no quería morir, y huyó del desgaste solar, y consagró su vida a la noche, pues llegó a convencerse de que la luna paraliza la vida como paraliza a los espíritus melancólicos y profundos de la noche, y que desde que el mundo es mundo las tinieblas han conservado a los espíritus para siempre.
Cierto día era ya noche cerrada cuando el tío Santiago volvía a casa por el sendero de siempre. Aquel día había abrigado pensamientos reconfortantes: la eternidad existe, se decía mientras caminaba, huyendo de un frío húmedo que comenzaba a colarse por entre sus ropas solariegas y holgadas. Al llegar a su casa, vio que la verja estaba cerrada y pensó que alguien había entrado. Luego de hacer todas las comprobaciones oportunas tanto dentro de la casa como por el exterior, entró en casa y cerró la puerta. De pronto comenzó a sentir algo extraño, diferente, una especie de placer extraño y doloroso. Era el placer del miedo; él que jamás había sentido miedo en su vida, sintió de pronto rondar su mente la certidumbre de que todo es efímero y el temor perseguidor e inquietante de no saber qué ocurriría al día siguiente. Entonces apagó las luces y se volvió a refugiar en su oscuridad, pues era lo único que lo reconfortaba. Al cabo de unos minutos se durmió.
En el interior de la casa reinaba el silencio, desde el que se percibía el monótono sonido orquestado de los animales nocturnos del exterior. De repente, a media noche, algo lo despertó. Abrió los ojos ampliamente, pero sólo veía una oscuridad amplia, que le impedía moverse, sus miembros quedaron completamente paralizados durante unos minutos. Poco a poco, fue moviendo las piernas, los brazos, y por fin, tuvo fuerzas para levantarse. Con la luz apagada avanzó a tientas por el cuarto hacia la puerta. Abrió, y de nuevo la oscuridad del pasillo. Sin embargo al final de este atisbó una luz que procedía de la cocina. Una inquietud punzante se apoderó de él, una inquietud con la que avanzó lentamente sobre aquellas frías baldosas hasta llegar a la cocina. Entonces la vio, allí estaba ella, su soledad, con unos oscuros y opacos ojos. Se sorprendió al verla, pero antes de que él pronunciara su primera palabra, ella habló:
- Esta tarde, allí arriba, supe que no te encontrabas bien, y por eso decidí pasar la noche junto a ti.
Al oír aquellas palabras él se percató de repente de un dolor que le torturaba el pecho. Entonces, como siempre hacía, se encogió y se dirigió al salón. Allí, enroscado en el sofá, pasó varias horas en duermevela, con la mano en el pecho, esperando que le remitiera el dolor.
Cuando despertó, los primeros rayos de sol ya asomaban por la ventana. Se incorporó y, al primer movimiento ya notó que el dolor se había expandido por el plexo solar. Sabía que algo se había roto por dentro, y que algo importante iba a suceder de inmediato. Pero ella estaba allí, mirándole, sabiendo que su orgullo era de una naturaleza superior y que le impediría quedar postrado. De manera que, como ella esperaba, aun con el aguijón del dolor, el tío Santiago se levantó y se preparó un café. El líquido hirviente lo atravesó de arriba abajo. Luego comenzó a hablar con ella: le dijo que su hermana dormía en la habitación contigua y que no tardaría en despertar. Luego puso la radio: las noticias. El mundo, los hombres. Se sentó e intentó ordenar sus pensamientos. “Es bueno empezar con orden”, dijo, y una sonrisa quedó prendida en su rostro.
- Orden, orden –apuntaló ella-. Yo iré contigo, hasta el final.
Entonces como si hubiera agotado todas las fuerzas de su orgullo, él cayó desplomado al suelo, y se arrastró, contra su dignidad, contra su propia convicción de eternidad, como un reptil, hasta el cuarto de su hermana, para despertarla con cuidado.


miércoles, 19 de marzo de 2014

UN PASEO POR LA NOCHE


En el silencio de la noche sonó una guitarra, y de repente pareció como si se rasgara el velo oscuro que rodeaba su soledad en el huerto. Un acre olor a tierra se apoderó de sus sentidos. Entonces corrió, como si alguien le llamara desde la lejanía. Arrebatado por el desorden, por la desorientación de sus deseos, llegó al lugar. La losa era pesada, pero por fin la deslizó, hasta oír las voces del vacío, las voces de los que no existen, la multitud agolpada en las catacumbas, la fuerza emergente del pasado.
En aquel momento el galope de un caballo comenzó a retumbar en el suelo, y entonces recordó cuántos días había pasado sin el fuerte pisotón de su jinete, cuánto rebufo airado de su instinto asesino, cuánto buscar alocado el viento. Pero él sabía que nada había de temer, pues hacía tiempo que su caballo ya había abandonado su alma, desmelenada y sobria, y ahora vagaba sin estrella, e iba y venía al albur de la noche.

Como si no tuviera tiempo que perder, se deslizó hacia abajo. Al fondo de la gruta, una luz le atrajo como un influjo inexorable, y entonces lo vio. El niño aprendía a controlar su mente, a someter sus genes asesinos, posesivos e innatos; aprendía la norma uno, la norma dos, la norma tres, tres mil normas al son del chasquido de unos dedos negros y cuarteados. Y de repente el niño crecía, y se abría sitio entre las estrechas paredes del hastío, haciendo honor a su nueva patria, y veía sus brazos petaleados, sus manos almibaradas, sus cabellos dorados, su sangre destilada, y tras ellos reconocía una voz que desde el fondo se consumía en su regocijo: “qué bueno está el pequeño, que ni ríe ni mata ni llora”. Y aquel hombre se erguía grande, pues lo había domado, pues lo había sometido a su razón, a su dominio, y su grandeza aumentaba, hasta hacerle sombra. Entonces dio un paso atrás y regresó a través del vacío, a través de voces lejanas que ahora mutilaban los brazos de aquel espacio que le constreñía a avanzar, hacia el exterior donde su indolente ausencia, donde ahora había logrado comprender qué grande es el hombre,  qué grande el vacío tras la pesada losa, qué grande la noche silenciosa.

jueves, 6 de marzo de 2014

EL MITO DE LILITH

El mito de Lilith: todo un símbolo que ha enarbolado tiempo ha el movimiento feminista como representación de sus ideas y aspiraciones. 



Lilit es una mujer de una belleza suprema, de encantos irresistibles, de pelo largo pelirrojo y piel clara, que suele a veces aparecer representada con alas (sobre todo en las representaciones más antiguas), de costumbres nocturnas, sexuales y connotaciones tenebrosas.
Aunque existen en mitologías antiguas figuras con características parecidas a Lilith, no es sino en la mitología hebrea, como sabemos siempre fundamentada en los textos bíblicos,  donde se forja la leyenda que ha llegado hasta nuestros días sobre este personaje.
Según esta leyenda Lilith fue la primera mujer de Adán, también creada de barro, igual que él, y era en principio una mujer hermosa y libre, con la que Adán tenía que convivir para extender la especie. Sin embargo, como producto de aquella igualdad entre ambos, surgieron las desavenencias en la pareja, sobre todo en el terreno sexual, pues Lilith había mostrado su desacuerdo en yacer bajo Adán durante el acto sexual. “¿Por qué he de yacer yo debajo de ti si ambos hemos sido creados iguales?”, decía, y se rebelaba.  Pero Adán no cedía, y Lilith decidió abandonar el jardín del Edén. Para ello no tuvo más que pronunciar el nombre secreto de Dios, se elevó por los aires y huyó de allí, en dirección de un lugar a orillas del Mar Rojo, donde se entregó a la lujuria con demonios, con los que tuvo infinidad de hijos.
Adán, por su parte, viéndose  solo, imploró ayuda de Dios y este, apiadándose de él, envió a tres ángeles en busca de Lilith para que la hicieran volver al paraíso. Cuando los tres ángeles emisarios se presentaron ante ella, esta se negó a volver y, como castigo, Dios ordenó que cada día murieran cien de los hijos de Lilith. Esta, a su vez, tomó venganza de este castigo y durante todos sus días buscó a niños humanos recién nacidos incircuncisos, menores de ocho días, para matarlos. Según se cuenta en la leyenda siempre era posible repeler la venganza de Lilith si se colocaba en el neonato un amuleto con el nombre de alguno de los tres ángeles emisarios: Snvi, Snsvi y Smnglof.
Ni que decir tiene que Dios- Gehová entregó a Adán otra acompañante, la famosa Eva, esta sí sacada de una costilla de aquel, para que tuviera claro su sumisión, y sin los aires reivindicativos de la otra. Una mujer hecha para que después de todo fuese capaz de asumir la culpa de todos los males de la humanidad. 
¿Y qué fue de Lilit después de toda aquella guerra viva con Dios- Gehová? Con el tiempo, de tanto convivir y copular con demonios, se convirtió ella misma en un súcubo, un tipo singular de demonio femenino que, adoptando la forma de una mujer incandescente, de una extrema sensualidad, se introduce en los sueños de los varones, principalmente adolescente y monjes, para provocarles una polución nocturna y robarles el semen, con el que se alimenta y continúa su procreación.
Ya vemos que no hay hecho natural que no sea explicado por la magna mitología.
También existieron las versiones masculinas de los súcubos, llamados íncubos, que como podemos imaginar tenían forma de hombres, aunque no tan sensuales como sus correspondientes femeninas, y que atacaban sexualmente a las mujeres durante el sueño, impidiéndoles que despertaran, y dando a luz seres extraños o con poderes mágicos. Se dice que el mago Merlín fue nacido de una prostituta y un íncubo, por ejemplo.  

La figura de Lilit, como la de otras mujeres de la mitología más antigua, fue desapareciendo de los textos religiosos, con el imperio del patriarcado y de las religiones actuales. Atrás quedaron aquellas mujeres poderosas de la mitología griega, aquellas sacerdotisas de Delfos o aquellas otras profetisas y apóstoles mujeres que vivieron en el germen del cristianismo, siendo relegadas en todos los textos religiosos por mujeres cuyo papel se limitaba a ser proveedoras de los santos y profetas, a quienes socorrían y por cuyas muertes lloraban hasta la extenuación. De estas últimas, hoy día sabemos de vivas representaciones, para el regocijo de la Iglesia. 

martes, 4 de marzo de 2014

PASAJES OLVIDADOS


Desde el fondo de la habitación se deslizaba suavemente una sinfonía de Mahler, conduciendo sus palabras funestas hacia oscuras profundidades. La inflexión de su voz se sometía a la tristeza desesperada de los verbos, rotundos y venenosos. Un coro de violines jugueteaban díscolos con la viola dichosa en una danza caprichosa. Hasta que llegó el momento en que todo se quebró y quedó desdibujado bajo un llanto.
Ella lo había dicho. “Mañana parto hacia el norte”, y aún aquellas palabras reverberaban en la habitación, transidas de aquel impulso provocador con el que en voz alta soñó que volaba. “Algún día regresaré”, dijo, y en su mirada él supo que no huía de él, sino que huía de ella misma.
Y desde entonces, él dejó de sentir el tiempo, como hacen los viajeros, convertido en el eterno paciente de la estación que mil veces ve impasible el mismo tren, mil veces las mismas caras, mil veces los mismos adioses, los mil cielos, los mil crepúsculos y los mil relámpagos deslumbrándole el futuro. Y allí vivió oculto de su propia esperanza impronunciable, como un eremita de los andenes, volviendo y revolviendo los pasajes lanzados bajo los escalones vacíos, sin entender nada, sin pensar en alguna vida trazada desde las alturas, paralela a las catenarias infinitas que le disolvían la vista en los atardeceres. Y al mismo tiempo convencido de que el cielo protector lo había abandonado, y había dejado de encubrir sus ínfimos dolores y sus breves conatos de alegría, pues, como un manto infinito, al final de cada día siempre se perdía por el horizonte y acudía empujado por las nubes a algún punto de encuentro, donde una explosión silenciosa.
Al cabo de los años, ella fue vencida por el círculo inexorable de la vida, por el ciclo vital de la angustia, y regresó. Arribó con su maleta a los escalones lánguidos del andén cuatro, silente, mascullando algún reproche al pasado, hasta llegar a él. Allí lo encontró, con su abrigo gris, su gorra y sus zapatones, su cigarro entre sus dedos amarillentos, temblorosos, enterrado en el olvido, en su olvido.

Pero él había esperado durante tanto tiempo que al final había acabado enrocado en la convicción de que tan sólo tiene sentido vivir cuando se espera, y así, desobedeciendo a las cláusulas tradicionales del reencuentro, se conjuró con su propia sombra y volvió la mirada hacia aquella reaparición ominosa para decirle de nuevo “adiós”, y para seguir llenando sus bolsillos de pasajes desolados vueltos y revueltos, lanzados sin esperanza bajo los escalones vacíos de los andenes, bajo las infinitas catenarias de su espera.

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