"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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viernes, 23 de marzo de 2012

AMOR HELADO


José Antonio Nisa
Precisamente había sido el resplandor del envoltorio lo que le había hecho inclinarse por aquel helado. Después de contemplarlo detenidamente con los ojos vidriosos y los labios encarnados por algún efluvio poderoso surgido en su interior, decidió cogerlo.
Con cautela lo tomó al principio, procurando que el blanco frío del papel no le adhiriera sus dedos. Así que lo prendió por la abertura y con sumo cuidado lo abrió.  Al principio, al pasar su lengua por la escarcha de que se rodeaba el cuerpo helado, notaba un frío insípido e incluso amargo. Pero a medida que se fue derritiendo la nieve esperanzada, el sabor dulce y enamoradizo le fue penetrando por el cuerpo como un brebaje mágico, y él, el helado, también se fue derritiendo, como si también a él un placer le recorriera de arriba abajo.  Y es que era tan sumamente sabroso el tacto mutuo.  Finalmente, lanzó un MM corto, concluyente.  No había nadie alrededor, y sin embargo, ella se sobrepuso a su propio suspiro, como si no quisiera haberle dado a entender lo mucho que gozaba. Al término de todo, él se fue a casa feliz, por haber provocado aquel gemido tan inmoral.
De vuelta a su hogar ella encontró a su marido sentado en el sofá, deleitándose con un sabroso helado exactamente como el que ella había gozado. Él, allí, tan gélido, tan maquinalmente sentado frente al tevé, lamiendo las gotas deslizantes de la nata helada. Curiosamente, aquello le pareció un espectáculo grotesco.
Saludó y se fue a la cama, directamente. 

viernes, 16 de marzo de 2012

EL CRISTAL CON QUE SE MIRA


José Antonio Nisa
La vio aparecer con su vestido celeste tras la enorme cristalera del fondo de la sala. A contraluz, su pelo rubicundo, cándidamente ondulado,  parecía impregnado de un aura angelical. Se acercó y lo vio, entonces le hizo un gesto con la mano. De pronto él sintió el impulso de levantarse y abrazarla, pero al punto el sentido de realidad le devolvió a su sitio. Ligeramente conturbado por aquel impulso inconsciente, miró a su alrededor y notó las miradas expectantes de los celadores apostados en el extremo de la sala.  
Se saludaron cálidamente, tras lo cual el escote de su vestido atrapó su mirada. Un poco más arriba, la blanca piel aterciopelada le recordó fugazmente los momentos en que por aquella superficie había derramado todo el licor de su deseo.  Inmediatamente el tiempo comenzó a volar y ambos quedaron atrapados en una conversación que poco a poco removía los sentimientos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se besaron y sin embargo parecía que había sido ayer. Sus labios aún le parecían hermoseados por el último beso.
Con el transcurrir de las palabras, los complejos desaparecieron y él le habló de sus últimos pensamientos sobre la vida, de sus tormentos y placeres incomprensibles. En un momento, una negra nube emborronó el estado de placidez que los envolvía cuando él habló del pasado: “Si ella me hubiera dejado una puerta abierta, nada habría sucedido. Pero el egoísmo la cegó. Lo quiso todo para ella.” Ella lo interrumpió bruscamente: “No quiero seguir hablando de eso.” En aquel súbito silencio él miró el reloj, le quedaba aún media hora, pensamiento que le disipó la melancolía. Se sintió entonces afortunado al poder disfrutar de aquellas gotas de felicidad que ella le brindaba, inexplicables para cualquier otro ser del mundo. Esa era la grandeza de su amor.
Cuando ella reanudó la conversación con una pregunta, él ya dejó de oírla: había vuelto la alegría a su rostro y él había quedado extasiado contemplándola mientras hablaba: miró su brazo, sus lunares, sus ojos, sintió un fuerte deseo de tocarla y amarla. Pensó que la quería demasiado.
El reloj agonizaba. Él había quedado fuera de sintonía, embelesado con sus encantos. Pero entonces, por segunda vez, ella repitió: “Necesito el dinero, Fernando. No puedo esperar a que tú vuelvas, ¿comprendes? La situación lo requiere.” Él ya se había despegado el teléfono del oído y contemplaba obnubilado sus labios abrirse y cerrarse, sus ojos que se plegaban a una furia contenida mientras sus palabras sordas chocaban contra el cristal: “Fernando, no sabemos cuánto puede durar esto. ¿Me escuchas? Respóndeme algo, por Dios. Necesito ese dinero. Fernando… Fernando, óyeme. ¿Qué te ocurre?... Joder, Fernando.”
Un policía que había notado el tono alterado de su voz, llegó para decirle que su tiempo se había acabado. Al otro lado, el celador interpeló por la espalda al preso, aún con el teléfono apoyado en el cuello: “¡Vamos!”
Fernando estaba hipnotizado mirándola salir al otro lado del cristal: sus caderas, sus nalgas, la sensualidad de su ira.
El celador le habló con sarcasmo: “Vaya. Qué le has dicho a tu amiguita. Se ha ido hecha un basilisco.” Pero Fernando no respondió, pensando que no iba con él.

viernes, 9 de marzo de 2012

UN EPISODIO DE AMOR Y MUERTE

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José Antonio Nisa
 
Por delante de ella ya habían pasado demasiados finales, demasiados rostros petrificados que con un gesto reconocible pasaron a la eternidad. Y ahora, uno más. En el estado de pesadumbre en que se encontraba nada conseguía retirarle de la cabeza los pensamientos fatales que le acosaban: ¿Qué es morir sino vivir con los muertos?  Flujos espectrales imborrables que nos impregnan la vida de sinsentido, despedidas para siempre que se llevan consigo un trozo de nuestra alma, muertos vivos y vivos muertos.
En estos pensamientos se distraía mientras contemplaba al anciano en su lecho. El hombre emulaba una sonrisa, pura ironía, ante la que todo su dolor contestatario parecía ceder. Sus lágrimas se arrastraban lentamente por su mejilla, vetustas lágrimas derramadas en los últimos instantes, al abrirse la puerta del recuerdo de su vida.  Alrededor de él los rostros exhalaban muestras de vida verdadera: la alegría en los movimientos del pequeño, la palidez en el rostro del adolescente, la oculta pasión en los adultos, la soledad de ella. Tras ellos, a través de la ventana, la atmósfera gris del amanecer en el lago yacía a su espera, como una mañana más. Aquella estampa parecía despertar un violento deseo de vivir en el alma del anciano. Sin embargo, las últimas lágrimas ya habían recorrido su cara.
Aquel sería el día al que se remitirían sus primeros síntomas de locura. En aquel momento nadie le observó nada en particular, pues las últimas palabras del abuelo ciertamente fueron indescifrables para todos. Según se supo más tarde, a ella, sin embargo, le penetraron nítidamente como un susurro áspero y certero: “no mires a la muerte que me lleva, sino a la vida que dejo”. Aquella vez también ella sabía que él tenía razón, y aun así, continuó mirándolo, como siempre hacía cuando él hablaba, siguiendo con la mirada su camino hasta el final. Fue aquel el instante en que un pedazo de muerte penetró en ella.
Cuando el 9 de febrero alguien la encontró por fin, presa de la más desafinada locura, paseando entre los jardines del camposanto, la joven portaba un cuaderno de escolar. Oscuras vicisitudes mentales habían rellenado aquellos cinco días en el cuaderno, entre los que destaca un fragmento revelador de su estado:
“Contigo hasta el fin, León, por donde tu estela ilumine tu figura. Seguiré viviendo para ti, te conservaré, como hago con todos los que el céfiro de las tinieblas prende en sus alas oscuras. A la espera de mi verdugo. Yo, Medusa, la coleccionista de muertos.”
Aun llegando a comprender la realidad del fenómeno de la muerte concomitante en ancianos que han vivido tanto tiempo juntos, hemos de reconocer que esa última frase dejó un lastre terrorífico y triste en nuestro recuerdo, y más aún con la palpable sospecha de tratarse, no de un caso de locura, sino de una cordura indigesta.

domingo, 4 de marzo de 2012

GRITOS SORDOS

José Antonio Nisa

En la víspera de mi escarnio, yo, ingenuamente, pensaba que todo acabaría allí, en aquel cuartucho a oscuras. Cuatro tipos me habían pateado, sin miramientos: en mis partes, en el costado, en los riñones. En un momento de éxtasis, cuando el ardor fluía a través de los golpes, uno de ellos dio la voz de alto. Los demás obedecieron. Más tarde descubrí que su intención era únicamente debilitarme hasta el mínimo de mis fuerzas. Y tanto que lo consiguieron: El agua amarga que me dieron a beber me descompuso por dentro, el aceite que me untaron en los ojos me dejó medio ciego, y los polvos que me espolvorearon en los pies me tuvieron toda la noche despierto, restregándome contra el suelo para aliviarme el picor.

Al día siguiente me trasladaron ante una multitud. La gente me gritaba, jaleaba a los tres individuos que salieron a mi encuentro. La falta de sueño me había trastornado la mente y en aquel momento no sabía si lo que veía era real o producto de mi imaginación. Sin embargo, pronto acerté a descubrirlo. Un individuo a caballo se acercó a mí. Un caballo flacucho, sólo huesos y vísceras, que no aguantaría demasiados arranques como aquel. En la lucha el tipo pensaría que mi orgullo aún estaba vivo y, tras varias embestidas, se alejó con el caballo. Quedé seriamente dañado con aquellas puyas. Me habían provocado una hemorragia y la sangre que escapaba arrastraba mis fuerzas como el aire de un globo que se desinfla.

Y me acordaba entonces de la lunática Pasifae, y de su loca y fatal pasión, cuando un hombre por detrás me gritó. Me volví, y observé que llevaba en la mano dos objetos de colores llamativos. Entonces arrancó y vino hacia mí, al acercarse intenté defenderme, pero fue en vano.

Luego, otro tipo comenzó a jugar conmigo: Me llamaba, se ocultaba, y de nuevo otra vez, así un rato, mientras algo en mi espalda me destrozaba por dentro. Si hubiera podido arrancármelo. Si permanecía quieto, me inquietaba. Tenía que ir a por él. Cada vez que me rozaba con aquel lienzo, gritaba de dolor. Pero mis gritos no eran percibidos por nadie.

El momento en que debía morir se acercaba. Mis fuerzas me habían abandonado, y sin embargo, el propio miedo a aquella gente me impedía caer al suelo. Se acercó de nuevo el mismo individuo, me tocó la cabeza y la gente le jaleó. Se volvió entonces y al momento regresó con el aire subido, con una presuntuosa valentía estrellada en su rostro. Se distanció varios metros de mí y me llamó. Yo no respondía. Él me insistía. En un arranque golpeé la lona, tras lo cual me caí. Entonces otros dos tipos llegaron a acosarme, hasta que me puse de nuevo en pie. Después de aquella escena lo vi. Llevaba algo oculto tras la lona. Era mi hora, me dije, tras lo cual hice una última arrancada hacia el tipo. En aquel pase fue cuando me destrozó por completo. Sentí todos mis órganos atravesados por el objeto que me acababa de clavar. Era mi final, estaba destrozado, y sin embargo, allí estaba yo pensando en mi dolor, en mi desgracia. ¿Por qué no me moría?, pensaba. ¿Por qué seguía consciente de todo? Gritaba a Pasifae y le preguntaba: ¿es esto la muerte? Y pedía a todos los dioses del universo que acabaran ya conmigo, que me llevaran de aquel infierno. Oía gritos por todos lados, un estrépito ensordecedor, cuando, de repente, se hizo el silencio. Tres hombres se me acercaron. Me miraban atentos, curiosos. Entonces uno de ellos se puso frente a mí, subió algo que no pude ver sobre mi cabeza y de un golpe seco acabó conmigo.

Luego me enteré por otros amigos que aquello que me hicieron era parte de lo que allí llaman la fiesta nacional. Pero yo no quise creer cosa tan absurda.

viernes, 24 de febrero de 2012

EL CONDENADO VIEJO CONDENADO

José Antonio Nisa

El condenado viejo
“Mira lo que tiene aquel viejo en la mano”, observó burlonamente un muchacho. El viejo salía todos los días de la Residencia y paseaba con aquello en la mano. Todo el mundo volvía la mirada al verlo pasar. Las madres se llevaban a sus hijas del parque en cuanto el viejo asomaba por entre los jardines. Ya lo conocían de otras veces. Las mujeres, con sus carritos de la compra, agachaban la cabeza y cruzaban al otro acerado. Los hombres simplemente reían, mostrando una cómplice comprensión. Desde la carnicería de la esquina salían voces: “viejo desvergonzado”. Él sonreía, desgreñado, indiferente en su lerdo caminar. 
Después de tres semanas de continuo escándalo, el centro informó a los familiares el fin del internamiento, pues los médicos habían concluido que le era imposible convivir con los demás viejos. Su hija, sofocada ante tan insólita reacción de su padre y aturdida ante el incierto futuro que les esperaba, acudió a recogerlo entonces, acompañada de su marido. En el encuentro, el viejo ofreció una mirada prolongada y serena a su hija, quien no supo observar unos ojos hundidos por el olvido, ni una parda e irónica sonrisa de dolor.
Al subir al coche el viejo volvió a tomar su cosa con la mano, para castigo también de su hija.

Condenado
Afortunadamente, el director del centro no había observado nada durante los quince primeros días en que el viejo salía a mover el corazón por las calles de la ciudad. La residencia estaba enclavada en pleno casco antiguo, en el que un vetusto parque con ficus centenarios y frondosos robles de agrietados troncos cerraban el cielo bajo el que los pájaros se concentraban a diario. Por algunos claros donde se proyectaban algunos haces de luz solar, corrían las abubillas con sus hermosos mantos albinegros. Los niños corrían tras ellas sin éxito.
El viejo salía cada mañana y recorría las dos calles que subían hasta el parque. Tan pronto como el olor de la fresca y oxigenada verdura de la vegetación llegaba a su olfato, el viejo era dominado por una naturaleza indómita que le fluía por las venas, y sus imágenes rendían homenaje a los baños en el río donde las muchachas reían de su desnudez y él tapaba púdicamente sus vergüenzas antes de sumergirse en el agua. Entonces el viejo prendía su cosa con la mano sobre el pantalón y se paseaba risueñamente sin percatarse de la verdad que dirigía las cosas humanas en la mundana infelicidad del hombre: toda la vida tapando vergüenzas, toda la vida ocultando sus pudores.
Al verlo, las madres bajaban la cabeza y se levantaban de sus asientos, pues ya lo conocían de otras veces. Luego, cuando el viejo bajaba con su lerdo caminar hacia la residencia, con su sonrisa de felicidad alimentada por el recuerdo, nada le podía impedir soñar con la sangre que le brotaba de su instinto, con el halo de vida que aún le pertenecía por derecho. Y las madonas de las tiendas le increpaban, y otras deslenguadas le insultaban, pues ya lo conocían de otras veces. Mientras aquello sucedía, él prendía sus vergüenzas con su mano huesuda y el pantalón ofrecía una arruga poderosa en la zona de entrepierna.
Cuando el director supo de aquello no tardaron en redactarse los informes, contra toda opinión de los demás viejos, y contra la piedad acreedora de los recuerdos ignorados. A los cinco días, la familia supo del escándalo que provocaba el viejo en el vecindario.
Su hija lo besó y le dijo “papá” con desesperación, pero al subir el coche y darse cuenta de la situación él no sintió más que una nueva ruptura con su libertad, y el sentimiento de ser, él mismo, una vergüenza que alguien hubiera que tapar al mundo. Entonces de nuevo tomó su cosa con la mano, para ocultarla también a su hija.

martes, 7 de febrero de 2012

EL DIABLO DE LA IZQUIERDA

José Antonio Nisa

Aparece el diablo sobre el hombro de la protagonista, irónicamente vestido de rojo, con su sempiterna risa sardónica en el rostro, y comienza también hoy su perorata, aprovechando un oportuno momento de aflicción.
Susurra al oído.
Oye, ¿no crees que ha llegado ya el momento de abandonar? Llevas veinte años afiliado a tu partido. Durante esos años has visto y vivido muchas contradicciones entre lo que se piensa y lo que se hace, entre el discurso oficial y los comentarios en ámbitos privados, entre la teoría y la praxis.
Durante ese tiempo has visto a muchos líderes pasar por los púlpitos, muchos de ellos no han tocado cetro, pero la mayoría viven hoy retirados cómodamente después de abjurar de sus principios revolucionarios.
Hoy el capitalismo domina el mundo, tú vives mejor que la mayoría de los desgraciados de este planeta. Trabajas diez horas diarias pero tienes casa, vestido, y tus hijos se sobrealimentan y van a la escuela. ¿Crees que aún puedes mejorar?
Tú siempre dices que aspiras a otro mundo mejor, a que nadie muera de hambre, a que no haya guerras, a que el hombre no sea explotado por el hombre. Pero no avancemos tanto. Analicemos esto.
¿No has percibido aún la mentalidad conservadora del trabajador occidental? ¿Por qué crees, si no, que la mayoría de los trabajadores no vota hoy día a la izquierda? Escúchalos, y verás qué cosas dicen de la gente de izquierdas. Cuando la izquierda ataca a las empresas, ellos defienden a su patrón, que es quien los mantiene. El patrón es su amo, su señor, y a él deben todo lo que tienen. Por eso no quieren oír ni hablar de esas ideas revolucionarias de expropiación, nacionalización, o simplemente, de aumentar los costes laborales. El obrero sabe que nada de eso hoy es serio.
En el fondo tú sabes que en este mundo de puertas abiertas para los capitales las empresas pueden cerrar y marcharse a otros lugares donde los obreros y los estados sean más permisivos.
Así pues, cuando la izquierda, en nombre del Estado, se inmiscuye en la relación entre el obrero y el patrón o aumenta los impuestos a los capitales, no está sino señalando el camino al patíbulo para todo el sistema económico. Además, ya los patronos se encargan de recordarlo: “Cuidado con la izquierda”.
Tú eres un revolucionario que exhorta al proletariado a la sublevación, a hacerse con los medios de producción, pero el proletariado ya no escucha, los obreros no ven razones para mancharse las manos de sangre. Y saben que después de estos amos vendrán otros amos, que les harán trabajar igual o más, si cabe, esta vez para levantar no ya la empresa sino el Estado o cualquier otro monstruo que se inventen los nuevos advenedizos. ¿Qué beneficios inmediatos y palpables ofrece la revolución al proletariado? ¿Se reducirán las horas de trabajo a la mitad con el mismo salario? ¿Podrán gozar plenamente todos los obreros de los bienes y lujos que disfrutan hoy los ricos burgueses? ¿Se podrá extender todo esto a los obreros del mundo? Piénsalo por un momento y descubrirás que los niveles de consumo, lujo y derroche actuales no se pueden mantener para todos los ciudadanos del mundo ni un solo día. Y mucho menos ¡ja!  reduciendo la jornada laboral.
Por tanto la solución pasa por pedirle al obrero que se prive de consumir y gastar. Y éste se preguntará quiénes son los que entonces disfrutarán de los yates de lujo, de los vuelos en avioneta y de las suites de hotel. Ya se lo imaginan, ya.
Eres un revolucionario de papel. No sabes lo que dices. No sabes lo que estás pidiendo a los conformados obreros de tu país.
Pero también dices que quieres que no haya guerras. Quieres que ningún país domine a otro, que cada uno sea dueño de sus recursos naturales y los reparta equitativamente. Suena muy bien pero... vamos a ver si nos enteramos.  Imagínate que las multinacionales que compran en aquellos países la materia prima a precios irrisorios, que fabrican en esos países con unos costes nimios, empleando a niños a cambio de casi nada,  y que nos traen la mercancía acá para nuestro consumo a precios asequibles para nuestras frágiles economías, imagínate, digo, que estas multinacionales pagaran el valor justo por la mercancía a los países de origen a fin de dignificar la vida de sus habitantes, entonces ¿qué ocurriría? Pues simplemente nuestras economías familiares no podrían adquirir todas esas bagatelas que compramos hoy en los supercienes, y los productos básicos para nuestra cómoda vida serían inalcanzables. ¿Te das cuenta del desastre? Si es muy fácil de ver. ¿Qué le pides entonces al obrero?
Y las guerras...¿no sabes que todas las guerras no son sino la forma que tienen los países ricos de sojuzgar a los pobres para disponer de sus riquezas naturales y humanas? Esto ha sido así desde el origen de los tiempos. En realidad es lo que nosotros pedimos. ¿A qué viene ahora quejarse de que si bombardean a mujeres y niños?
Te tienes que dar cuenta ya de que el hombre ha demostrado a lo largo de la historia que su mayor enemigo es el propio hombre. Aquella idea de la unión de todos los hombres del universo en una vida en paz, en felicidad y mejorando continuamente la especie humana ha sido ya superada por la experiencia humana y por la historia.
¿Cómo dices? ¿Que sientes pena al ver la injusticia a tu alrededor? ¿Que no puedes admitir que los poderosos engañen a los pobres? ¿Que no puedes soportar la corrupción de los gobernantes, ni los tratos de favor a los ricos? ¿Que no entiendes cómo se puede explotar tan vilmente a los inmigrantes? ¿Que no quieres que el planeta se destruya? Ah, ¿tampoco ves bien la trata de blancas? Con que es superior a tus fuerzas ¿no?
¡Pero bueno! ¿Es que te quieres suicidar? No te amas lo suficiente. ¡Esa es la educación que te han dado! Seguramente tu madre te quiso demasiado. Y así has salido: demasiado humano.
Bueno, me voy. Veo que no tienes remedio.

Escupe y se esfuma.
Al cabo de un rato aparece el ángel de la guarda. Alicaído se posa en el hombro derecho. Destrozado por los resultados electorales comienza su lamento.

El mundo no es justo: con todo lo que hemos luchado por todos ellos, ahora vienen y nos desprecian. Hemos confiado tanto en la justicia divina que... ahora... sólo nos queda encomendarnos al diablo.



viernes, 3 de febrero de 2012

HISTORIA EN CUATRO MICRORRELATOS


I. SECRETO
Aquella noche de luna llena, alguien acompañaba al príncipe en su aposento. Los guardias habían fingido no ver a la joven plebeya entrar en palacio. Pero una de las doncellas aguzó el oído y oyó risas de mujer y suspiros de amor.  El nombre y la pureza de la casa real acababan de ser mancillados. Como todas las noches, aquella doncella acudió al aposento del monarca. Y rió bajo las sábanas, sabiendo de su secreto.
II. ENVIDIA
La prometida acudió a la fiesta más bella que nunca, y encandiló a toda la corte: sus labios acorazonados, ardientes, lascivos, sus ojos acuosos, felinos, sus curvas voluptuosas, sus pies delicados, sus muslos divinos.
Pero aquella tarde, la doncella fue consumida por la envidia, y difundió el rumor por toda corte. El rey fue enterado entonces de la procedencia plebeya de la princesa y dictó el veto de aquel matrimonio.
III. AMBICIÓN
El sol asomaba escasamente por el horizonte. Desde la huerta, la madre la reconoció en lontananza y salió a su encuentro. La joven se abalanzó sobre ella, y sus lágrimas comenzaron a humedecerle el vestido. Entonces la madre inquirió una respuesta. Y ella se lo aclaró todo. De pronto, la madre se desprendió del abrazo y se giró hacia la casa con el rostro duro, visiblemente enojada. “Esta vez, no”, se dijo.
IV. INCESTO
Ante el rey, la madre se soltó el pelo: “¿Me reconoces ahora?” El rey quedó turbado, sin respuesta, anclado en el recuerdo que le había sido iluminado de repente. Luego reaccionó, se acercó lentamente a ella, la contempló con ojos extasiados y le tocó suavemente el hermoso rostro que aún conservaba. La mujer habló de su hija, del amor, del matrimonio. Pero él, extasiado con aquella presencia, ya no escuchaba nada, pues acababa de decidir reparar todo su pasado.
Aquella misma noche, se anunció la boda, y la doncella desapareció para siempre.

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