"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

Índice


viernes, 31 de julio de 2015

EL OGRO Y EL SOL (microcuento)

 “Sobre el horizonte jamás se ponía el sol, llevaba años y años sin aparecer con sus rayos afilados y relucientes. El ogro del Fracaso lo tenía atemorizado. Le había dicho que se lo comería como a una torta de pan si se atrevía a traspasar aquella línea divisoria. Así que el pobre sol no podía hacer otra cosa que esconderse tras las tinieblas. 
Un cierto día apareció por aquel lugar el Creador. El ogro quedó abrumado ante tal omnipotencia, y se retiró lejos, despavorido ante tan extraña e ingeniosa criatura. Durante días se ocultó temeroso en una oscura cueva de las montañas, ocasión en la que el sol, después de tanto tiempo, se atrevió a expandir sus rayos retozones. Días más tarde, el ogro quiso saber si ya había desaparecido aquel ser grandioso, y sacó la grotesca cabeza de su escondrijo. En aquel momento un rayo de sol le dio en la cara. Y entonces.…, entonces el ogro se quedó ciego.”

ANTES DE QUE DESAPAREZCA

Cuanto menos se ve la persona entre la multitud, cuanto menos se distinguen sus zapatos, sus pantalones, sus manos o su sombra, cuando los demás le encierran en un círculo juguetón y le impiden asir su propio yo entre sus propias ruinas, incluso; cuando las amapolas de la incipiente primavera le miran y no atisban ningún reflejo de mirada apasionada porque alguien se la ha usurpado, cuando sale del coche y ya nada le da electricidad, salvo las palabras ajenas que le quieren hacer ver que es parte de ellos; cuando ocurren estas cosas, entonces la persona comienza a desdibujarse. “Pero ¿cómo?” No, no es nada, es que del mismo uso la persona va perdiendo la nitidez de su contorno. 
Y entonces ocurre que cuando ya la espera ha desesperado, cuando la única ilusión de dejar de estar en peligro de extinción se ha extinguido, entonces surge del fondo del cajón desastre esa persona amada que de un solo trazo la repasa con un viejo rotulador negro y potente. A veces hasta imborrable. Pero esto ya es otra historia. 

miércoles, 29 de julio de 2015

RESURRECCIÓN

Aquel día Fernando y yo habíamos discutido y él salió visiblemente enfadado. Recuerdo su última frase: “No seré yo quien siga velando tu cadáver”. Y entonces dejó la puerta abierta al salir. Era la primera vez que lo hacía desde el accidente. Tan sólo una rendija, pero fue como si la oscuridad hubiese encontrado la oportunidad ávidamente esperada de escapar. Allí dentro, después de tanto tiempo, comencé a ver la luz. De pronto, una idea siniestra me acudió a la mente: la posibilidad de que la puerta se abriera de par en par y un haz poderoso de luz me pudiera dejar ciega. Un temor oscuro me invadió y comencé a temblar. Pasé unos minutos en ese estado de perniciosa excitación que causa el miedo, pero al fin, desvié la mirada y la centré en mis inertes piernas. De repente, una extraña sensación de felicidad comenzó a recorrerme por dentro. Por primera vez en mi vida me alegré de estar impedida de mis piernas y no poder hacer nada por evitar la tragedia. Definitivamente había quedado confiada al destino. “Ahora, -me dije- ya no tengo nada que perder.”

Ahora, mientras miro a los pájaros formar una nube en el cielo, me golpeo la cabeza como un mono, por aquella terrible obstinación. Y tomo el brazo de Fernando, y lo aprieto con todas mis fuerzas, hasta cortarle la circulación, por haber dejado entrar la luz, y enseñarme a caminar.  

martes, 7 de julio de 2015

VINO BARATO


La noticia del crimen de Peralta me sorprendió en la costa. Aquella era mi primera semana libre del año y había viajado hacia aquellas latitudes para disfrutar del sol persistente del sur y del refrescante viento de poniente, una delicia climática con la que pretendía someterme a una  exigente limpieza mental y olvidar así aquellas últimas cincuenta y tres semanas de mi existencia.
Y sin embargo, allí estaba la noticia. No pudo ocultarse a mis ojos, por más fugaz que pasara la vista por los titulares de la prensa del quiosco. Allí se erguió sólida y poderosa, sobre un legajo de periódicos aún calientes de la mañana, casi a pie de página, esperando a que yo y sólo yo la descubriera para quedar ipso facto abrumado.
No me costó entender el motivo por el qué me había sobrecogido el escueto titular, y era que mis días de asueto se veían de inmediato amenazados por alguna inoportuna llamada. El caso se antojaba importante. Peralta era un reputado personaje de la zona, no sólo por ser el mayor constructor de la ciudad, sino por sus nada ocultas relaciones con el hampa. Digamos que, para nosotros, era uno de esos personajes intocables. Conocía a todos los agentes. Sus relaciones con el cuerpo eran tales que se había convertido en uno más de la familia, como lo refrendaba el hecho de ser un invitado permanente en las cenas que el alcalde nos brindaba antes de Navidad. En aquellas veladas prenavideñas, antes de entregarse a un estado de lujuriosa verborrea y al ostentoso compadreo con la comitiva consistorial, Peralta siempre hacía gala de su pasión por el vino y nos daba lecciones de cata probando este o aquel vino que el camarero traía para la ocasión. Al cabo, obsequiaba a cada uno de los agentes con un lote de aquellos caros vinos de excelentes cosechas, como “reconocimiento” a nuestras magníficas relaciones. Así se manejaba Peralta, regalando confianzas, extendiendo sus tentáculos por todo su entorno, minando las suspicacias de los más recelosos. 
Su muerte fue, pues, un suceso sonado y sentido en comisaría. Dos días después del suceso, recibí una llamada del comisario del Distrito. Reconozco que quedé sumamente sorprendido de aquella llamada, no porque el comisario interrumpiera mis jornadas vacacionales, algo que esperaba desde que supe la noticia, sino por la urgencia que noté en todo su discurso, a la vez que insistía fervorosamente en que yo, y nadie más, debía hacerme cargo de este caso. Habló atropelladamente durante diez minutos señalándome los detalles del caso, después de lo cual tan sólo dos ideas quedaron claras en mi cabeza: que alguien había intentado saldar alguna cuenta pendiente con Peralta, y que había un detenido, al parecer un individuo que un testigo vio rondando la vivienda unas horas antes del suceso. De modo que, una vez hecho el silencio al otro lado del auricular, el deseo de seguir disfrutando de mis dulces vacaciones se trocó por la conveniencia de no impacientar al comisario, pues nada valía menos que dos días de vacaciones cuando te ronda la mente la idea de que a la vuelta te esperan los trabajos más inmundos que puede inventar una mente terca como la del comisario. Así que accedí a satisfacer aquella premura, y acepté el caso, con la ingenua esperanza de conseguir pruebas definitivas para encerrar al tipo que había en aquellos momentos en el calabozo, terminar rápido el trabajo y retomar mis días de asueto.

“Delincuente común”. Así figuraba en la ficha de aquel individuo: un tipo de piel cetrina, rostro impenetrable y espeso bigote. El interrogatorio no duró más de quince minutos, pues el acusado no abrió la boca más que un par de veces, ambas para pronunciar con una voz seca y firme la misma rotunda frase: “Soy inocente”, sabiendo quizá que tan sólo unas horas más tarde, sin prueba incriminatoria alguna, estaría de nuevo en la calle.
De modo que no me quedaba más remedio que ir al lugar del crimen para intentar conseguir alguna información con la que poder comenzar a trabajar. Los peritos de criminología habían analizado algunas pertenencias que llevaba el difunto en el momento de su muerte y otros objetos de la casa, pero no habían obtenido ningún dato que levantara alguna hipótesis. Así que acudí al lugar del crimen sin demasiada esperanza, un poco por curiosidad y otro tanto por confianza en algún golpe de suerte que me ofreciera algo valioso que a ellos les hubiera pasado por alto.
Me acompañó un agente judicial, un joven nervioso dotado de una incontinencia verbal agotadora. La casa de Peralta se encontraba en una urbanización de lujo a unos quince kilómetros de la ciudad. Cuando llegamos, ya hacía un rato que había dejado de escuchar al agente y mi mente había volado hacia otros paraderos. Aparcamos el vehículo en la parte frontal de la casa. El chalé estaba circundado por una alta valla formada por un espeso seto de tuyas perfectamente recortado. El joven agente me indicó que debíamos entrar por un acceso que había en la parte posterior de la propiedad, y señaló un camino que rodeaba el chalé. Llegamos a la zona trasera, un estrecho pasaje que separaba la propiedad de Peralta de otra propiedad vecina. El agente se detuvo y me indicó una puerta oculta entre los setos. Abrió. Franqueamos la valla y ocupamos el cuidado césped del interior. En aquel momento, algo atrajo nuestra atención. Nos miramos en silencio para confirmar con la mirada que era real lo que habíamos escuchado. De la parte delantera de la casa nos habían llegado varias voces y ruidos de puertas que se cerraban, luego unos pasos rápidos que corrían hacia la puerta y huían. Entonces nos pegamos a la valla para no dejarnos ver y avanzamos con precaución hacia la vivienda con la intención de descubrir quiénes eran aquellos intrusos. De repente escuchamos el rugido de un coche que se aproximaba a la casa, luego unos portazos, y el mismo coche en huida. En aquel momento nos dimos cuenta de que habíamos perdido una oportunidad. Sin esperanza alguna de encontrar rastro de los asaltantes, salimos por la puerta principal e hicimos una ligera inspección por los alrededores. La tarde estaba cayendo y la oscuridad acechaba nuestro trabajo.
Encontramos la vivienda completamente revuelta: todos los cajones volcados sobre el suelo, los muebles despegados de las paredes, los sofás rajados; había sido una búsqueda nerviosa y agitada, con prisas, todo lo cual nos hizo pensar en la importancia de lo que aquellos hombres habían estado buscando. Así que nos movimos por entre aquel caos con tacto, sin salir de nuestro asombro. Ojeamos todas las habitaciones, y en todas habían hecho el mismo destrozo. Los dormitorios habían sido repasados palmo a palmo, y montañas de ropa se elevaban sobre los rincones. En el salón el agente se entretuvo con varias botellas de vino que habían salido de un pequeño mueble bar cuya cerradura había sido forzada. Con una sonrisa complaciente en el rostro, examinaba las etiquetas de las botellas con curiosidad. “¿Usted entiende de vinos?”, me preguntó. Me acerqué y las observé una a una. Parecían vinos raros, sin valor, con grafías orientales y colores llamativos. Me llamaban poderosamente la atención, tratándose como se trataba en aquel caso de un curtido enólogo como Peralta. De modo que no pude resistirme a abrir uno de ellos. Un fuerte olor a alcohol dio en mis narices, lo que no fue impedimento para que en un acto de valentía llevara aquella botella a mi boca y tomara un largo trago. De pronto, una ráfaga de fuego demoníaco atravesó mi garganta, mi vista se obnubiló y no pude hacer más que correr como un poseído a expulsar aquel veneno que acababa de tomar. El agente me siguió hasta el baño, asombrado por mi reacción. Me encontró agarrado al lavabo, con la cabeza metida en su seno. En aquella posición permanecí varios minutos, recomponiéndome con agua. Finalmente levanté la cabeza y con los ojos encendidos lo miré con serenidad. “Demonios”, dije, y me abstraje de oír las risas jocosas y las bromas que el joven comenzó a repetir una y otra vez. Invadido por una curiosidad nada profesional, volví sobre los vinos y los abrí uno a uno, para comprobar que todos desprendían el mismo hediondo olor a alcohol que me destrozó la garganta. Una idea confusa comenzó a inquietarme, una idea extraña que comenzaba a forcejear contra la lógica de las cosas. Seguí reconociendo aquellas botellas. El agente se entretenía hablando vanamente de algunos objetos que había encontrado sobre el mueble-bar. Miré hacia él, parecía hablarle a los objetos. Entonces bajé los ojos y vi los espejos del interior del mueble, donde se encontraban las botellas y el efecto óptico que producían. Al fin, la lógica había terminado venciendo a la confusión. En aquel momento anuncié, no sin el alegre nerviosismo de mi descubrimiento, que debíamos terminar aquella visita.
De vuelta en el coche, entre la brumosa verborrea del agente, no podía dejar de pensar en lo repugnante que era aquel líquido: lo más asqueroso que había bebido en mi vida. Y sin embargo, aquel trago me había iluminado como nunca antes ningún otro líquido lo había hecho. Poco a poco, fui impacientándome por llegar. La oscuridad en la carretera era total. La luna no se atisbaba en el cielo. Todo parecía que se había ordenado para que aquella noche fuera un hito en mi vida.
Llegamos a la ciudad. Paré en la esquina de la calle Miguel Hernández, donde se encontraba la comisaría. El agente me indicó que vivía justo a la mitad de la calle y se despidió con una sonrisa y el deseo de pasar otra aventura juntos. No sonreí a su propuesta. Giré el coche dos calles más abajo, y me dirigí a casa. Con el coche encendido en la puerta, subí rápidamente para recoger una linterna y unos guantes. Luego emprendí el viaje por la misma carretera que acabábamos de dejar.
Ahora el tiempo me pareció que corría más deprisa. Los árboles eran fugaces en la noche, las luces que venían en dirección contraria volaban como pájaros por encima de mi atención concentrada en un punto fijo al fondo de la carretera. Quería llegar cuanto antes, no deseaba que la noche profunda me sorprendiera en aquel lugar. Al llegar, rodeé con el coche la manzana donde vivía Peralta y aparqué en una zona concurrida de vehículos. Me adentré por la zona trasera del chalé y abrí la puerta que había fingido cerrar al salir. Entonces me coloqué los guantes y me puse manos a la obra. La ventana seguía abierta y accedí sin ningún problema al interior. Con cuidado de no tropezar y hacer demasiado ruido, llegué hasta el mueble bar y comencé a sacar la parte trasera con el destornillador. No era una premonición, era una certeza. Había golpeado una y otra vez y sabía que aquel hueco estaba ocupado por algo mullido e insonoro. Tras el primer panel había otro, pero este no estaba atornillado. Lo aparté con facilidad y extraje un paquete rectangular con la forma del hueco entre los dos paneles que había apartado. Palpé y me sonreí. Entonces una prisa nerviosa se apoderó de mí. Coloqué el primer panel y enseguida comencé a atornillar el segundo. Sin embargo, cuando tan solo me quedaba un tornillo, un ruido en el exterior de la casa me paralizó. Quedé completamente quieto, mis pulsaciones se dispararon, el corazón me palpitaba veloz y mis oídos se hacían eco del bombeo de la sangre a todas las partes de mi cuerpo. Estuve dos minutos completamente inerte, sin moverme de la postura con que me disponía a apretar el último tornillo. Los pensamientos comenzaron a correr por mi cabeza uno tras otro, y el miedo me había desatado un sudor frío. No oí nada más en los siguientes minutos, de modo que terminé el trabajo, cogí el paquete y me dirigí a la ventana por la que había entrado. Dejé el paquete en el alféizar y salté hacia el exterior, luego lo tomé y me dispuse a salir rápidamente hacia la puerta trasera, antes de que al destino se le ocurriera jugarme alguna mala pasada. Y entonces ocurrió lo que nunca pude imaginar. Allí, bloqueando con su cuerpo oscuro y negruzco la trayectoria que yo debía seguir para alcanzar mi objetivo, se encontraba la figura de un hombre. Al verlo quedé paralizado y entendí que había llegado la hora de defenderme en lo que podía ser un desenlace fatal que acabaría con mi carrera y quién sabía si con mi vida. Pero de pronto un pequeño movimiento inconsciente de mi mano colocó el foco de luz en su rostro, y una voz conocida me derrumbó tras aquel momento de tensión. “Sabía que tú no fallarías”, dijo el comisario, aún sumergido en la oscuridad y sin moverse de la posición hierática con que me había descompuesto los nervios. Entonces me tomó del brazo y, con una ligereza inusitada en él, me condujo hacia su coche a través de varios pasajes que se formaban entre los chalés oscuros de aquella urbanización.
Huimos de aquel lugar. Aún con el espasmo nervioso contraído por la tensión de aquella aventura, escuché las razones del comisario. Según me contó, Peralta había sido encontrado con signos de tortura: al parecer su piel había sido calada con punzones y había sido sometido a otras ominosas crueldades que me despertaron unas náuseas impulsivas. El comisario detuvo el coche y, después de expulsar toda la carga tensional de la noche, me encontré mucho mejor.
Nunca pudimos saber si Peralta había entregado su vida a cambio mantener en el fondo de un mueble bar un paquete de varios miles de billetes de quinientos para que los ratones los royeran algún día en el fondo de un anticuario, o fueran quemados en alguna pira fúnebre, pero lo que sí sabíamos es que en aquel momento nuestra vida iba a cambiar como de la noche al día y que pocas eran las horas que nos quedaban en esta profesión ingrata. Aparcamos al borde de la carretera y, entre una oscuridad opaca, en el fondo del maletero iluminado con la tenue luz de la linterna, dividimos los paquetes. Luego el comisario me miró y me abrazó en una larga despedida. Sin embargo, no quiso que nos separáramos sin que antes le explicara cómo había conseguido encontrarlo. El fondo de espejos del mueble bar creaba un efecto de profundidad, le dije, a medida que sacaba las botellas me había dado cuenta de que eran menos de las que me habían parecido en un principio. Entonces me percaté de que la profundidad no correspondía al fondo exterior del mueble. La cara del comisario se había encendido alcanzando una especie de clímax intelectual:
- Pero por qué, por qué demonios te fijaste en aquel dichoso mueble al que nadie había prestado la menor atención.
- Ya sabes que yo también conocía a Peralta. Nada me habría dejado más perplejo en el mundo que saber que un sibarita del vino guardaba bajo llave unas botellas de vino barato.
El comisario me abrazó de nuevo y me dijo que me llamaría en un par de semanas, desde un destino desconocido.
Yo me había prometido no descolgar el teléfono, desde allá en el sur, donde volvería a seguir disfrutando de mi más merecido descanso, y donde celebraría con un gran reserva haber perdido de vista para siempre al maldito comisario.


domingo, 21 de junio de 2015

NADIE HABLARÁ DE NOSOTROS

El sol se había parado sobre el cielo diáfano de mediodía. El olor a mar se había disuelto en la humanidad que yacía dentro de la barca, donde los cuerpos estáticos se apretaban entre sí, como si de aquella forma pudieran esquivar los rayos inclementes. El motor había dejado de rugir, y el rítmico y pausado chapoteo de los remos formaba parte del silencio. Sobre este, las miradas se entrecruzaban sobre el amasijo de cuerpos que ocupaba el interior de la barca.
Junto al remo, una mujer joven tapaba a su bebé con su vestido. Estaba de cara al sol y sus ojos miraban hacia abajo. Su respiración se había reducido al mínimo; parecía dormida, pero sólo pensaba. De pronto, levantó la cabeza y tomó aire para hablar.
-Nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto –dijo.
Todas las miradas se dirigieron hacia ella, pero no hubo movimiento alguno entre los cuerpos que se desparramaban en el interior de la embarcación. Luego la mujer bajó de nuevo la cabeza y se entregó a sus pensamientos. El negro que remaba, sin embargo, le espetó una respuesta.
- Calla. 

Y el silencio de los remos en el agua calma volvió a imperar. 

martes, 30 de diciembre de 2014

EL HIPNOTIZADOR

Veinte años después, el hipnotizador Kerkus volvía a pisar el mismo escenario que lo había catapultado a la fama.  En aquel círculo iluminado, miraba a su alrededor y no veía más que la oscuridad que envolvía a unos asientos negros y anónimos. Aún faltaban varias horas para el comienzo del espectáculo y allí, con su traje negro, su perilla recién recortada y sus ojos negros de largas pestañas, sufrió la evocación de un sentimiento, a la vez placentero y doloroso, que le punzaba el alma. Al fondo de la sala recordaba ahora la imagen espectral de un grupo de jóvenes ebrios que se reían de los sujetos que se encontraban bajo los efectos de su hipnosis, de una mujer mayor que gritaba y de varios hombres que se abalanzaban sobre el individuo que le cambiaría la vida.
Jamás hasta aquel momento había sufrido la crueldad de sus propios pacientes, pero aquel individuo se le fue de las manos. Los recuerdos que ahora le llegaban reproducían fielmente lo ocurrido aquel sábado 3 de abril de 1988. Durante la sesión prehipnótica el hipnotizador había inducido en uno de los pacientes un falso recuerdo: lo sugestionó para que recordara a un padre que lo había maltratado de pequeño, de una infancia llena de dolor y algunos episodios violentos en que se hubo empleado con despiadada crueldad contra otras personas sin motivo alguno. Ya en plena función, en el escenario Kerkus sumergió de nuevo a aquel señor en el estado de trance. En un principio lo hacía dormir y despertar a su antojo, con el único fin de demostrar al público el efecto y dominio de su maravillosa técnica. A instancias suyas, el individuo debía que reaccionar con miedo y sollozos ante la imaginaria presencia de su padre. Y así ocurrió: una vez dadas las instrucciones precisas el señor fue despierto. De pronto, comenzó a gritar, y a enroscarse protegiéndose la cabeza con las manos; sin levantarse del sillón, encogía las rodillas y negaba con la cabeza la acción de un padre imaginario. En aquel tenso momento el corazón del deslumbrado público estaba sobrecogido, el sufrimiento de aquel señor y la idea que rondaba las mentes de los espectadores sobre la posibilidad de un pasado desgarrador, habían sepultado el local en un denso y oscuro silencio. Kerkus dominaba perfectamente la técnica, en cualquier momento, con un sólo chasquido de dedos el señor volvería a dormirse. Sin embargo, un tonto suceso fortuito ocurrió de repente: la música saltó violentamente de los altavoces, una tortuosa y agresiva música de discoteca que hizo trizas el silencio. Un problema en el sistema de sonido. Entonces, sobre el escenario, el hombre que sollozaba en la silla se levantó de repente, como si se hubiera producido su segundo despertar. Tenía los ojos desencajados, los brazos tensos, las manos abiertas. Se encaminó hacia el grupo de chicos del fondo y prendió a uno de ellos por el cuello. Se sucedieron entonces unos minutos caóticos; en aquel rincón se formó un bullicio sordo bajo la música estrepitosa que sonaba descontrolada. El hipnotizador Kerkus intentaba hacerse oír entre el tumulto. En pocos minutos la melé se deshizo, el sujeto salió con la cabeza alta y el cuerpo erguido de allí y se dirigió a la puerta. Kerkus intentó alcanzarlo, pero el hombre ya había echado a correr. Kerkus no imaginaba lo que podía ocurrir, sus presentimientos no eran nada buenos, pero sabía que el hombre había salido con la historia de su vida alterada por aquellos falsos recuerdos que él le había infundido.
La función acabó con aquella algarabía. El discjokey se lamentó del problema técnico y dio paso a una sesión de música latina. Algunos jóvenes se lanzaron a la pista.
Aquella noche, al llegar a casa,  Kerkus indagó en algunos manuales las distintas teorías sobre la hipnosis y sobre los efectos posteriores de las sesiones hipnóticas.  Su conciencia no estaba tranquila y el sueño retenido por la inquietud no hacía sino aumentar su estado de nerviosismo y las especulaciones tremendistas. Finalmente se quedó dormido en el sofá con un Tratado sobre la Hipnosis sobre el pecho.
A las nueve de la mañana le despertó una llamada telefónica. La mujer propietaria del local que había organizado el espectáculo le anunciaba los altercados que había protagonizado en algunos lugares de la ciudad el hombre que había hipnotizado la noche anterior. Según dijo, había agredido a un camarero, a un conductor que le había sonreído al parar en un paso de peatones y había tenido una trifulca con un guardia de seguridad, lo que motivó la presencia de la policía. Finalmente pasó la noche en comisaría. La señora le preguntó si creía que aquello tenía algo que ver con la sesión de hipnosis a la que el hombre se había sometido. Aquella noticia le inundó de desasosiego. Un nervioso temblor le recorría las manos. Acababa de darse cuenta de que estaba siendo una víctima más de sus prácticas sugestivas.
A mediodía Kerkus ya había decidido actuar. Después de hacer algunas averiguaciones sobre aquel hombre en la comisaría de policía, se encaminó hacia la casa de aquel. Vivía en un residencial de clase media de reciente construcción; el hombre era funcionario del Ayuntamiento, tenía dos hijos y su mujer regentaba una guardería infantil que se hallaba a pocos metros de su casa. Abrió la señora. Desconfiante al principio, cuando el hipnotizador le dijo que la noche anterior había hipnotizado a su marido, la mujer le respondió que su marido había tenido aquella mañana un comportamiento muy extraño. Había llegado, incluso, a golpear a su hijo mayor y a ella la había insultado al intentar oponerle resistencia. Según observó, su marido aquel día estaba irreconocible, no había dado explicaciones sobre dónde había pasado la noche y luego de la discusión se marchó dando un portazo. La señora le preguntó cuánto duraba los efectos de la hipnosis; al atisbar un pozo de dudas en la mirada y en el silencio del hipnotizador, le cambió la cara. Entonces le agarró el brazo y levantó ligeramente el tono de voz: “Por dios, no puede dejar usted así a mi marido”.
En la terraza del bar el hombre se encontraba rodeado de otros hombres que escuchaban con atención; departía entusiastamente contando alguna historia. Su voz era tranquila y alegre. El hipnotizador bajó unas estrechas escaleras, cuando estuvo en el mismo nivel que el grupo, algunas miradas se dirigieron hacia él. Al mirar, el hombre reconoció al hipnotizador inmediatamente. Calló entonces, los ojos se le tornaron serios y, antes de que Kerkus se acercara, salió a su encuentro. En el grupo de contertulios se creó una incierta expectación. Frente a frente, antes de intercambiar otras palabras, el hipnotizador se identificó. Al oír su voz, al hombre le inundó una sensación de protección, sus defensas se vinieron abajo. Kerkus vio que sus ojos estaban perdidos y quiso aprovechar aquella receptividad. Se fueron a un apartado. Entonces el hipnotizador flexionó la voz, clavó la mirada en sus ojos y pasó la mano por delante de su cara. Con aquel gesto logró absorber toda la atención de aquel hombre. Se dispuso a emplear su técnica para deshacer aquel entuerto: por medio de una dulce letanía Kerkus le evocaba sus recuerdos anteriores al episodio de la última noche, lo apaciguaba y le hacía saber que era un hombre normal, que quería a su mujer y a sus hijos, y que de lo que había sucedido el día anterior no recordaría nada. El hombre callaba, sus ojos no decían nada. El hipnotizador le tocó la frente e hizo un chasquido con los dedos. De pronto el hombre pestañeó varias veces e hizo un gesto de extrañeza, preguntando qué hacían en aquel lugar. El hipnotizador no quiso contar lo que había ocurrido y, con aire decidido, se despidió alegremente de aquel individuo volviendo a casa con la satisfacción de haberse demostrado a sí mismo ser un gran hipnotizador.
Todo ha sido una farsa, se dijo. Kerkus había llegado a esta conclusión después de descubrir que el individuo seguía haciendo de las suyas. Su mujer lo había llamado desconsolada para anunciarle que todo seguía igual, había empezado a agredirle a ella por cualquier fruslería, su hijo se había marchado de casa; desde aquel día no había vuelto al trabajo y la policía lo buscaba por diversos altercados. Hasta qué punto podría ser algo ajeno al hipnotismo fue algo que se planteaba continuamente el hipnotizador, buscando mecanismos psíquicos de defensa que lo libraran del sentimiento de culpabilidad que le azoraba. Pero las piezas que sustentaban esta hipótesis no encajaban. Y Kerkus seguía sin dormir tranquilo.
Sin embargo, el caso llegó a la policía y de esta trascendió a los medios de comunicación. Kerkus se convirtió de la noche a la mañana en el hipnotizador que cambió la vida de un hombre.Mientras Kerkus el Hipnotizador era aclamado en programas de televisión y en salas nocturnas, el hombre había vuelto a la calle. Desde hacía días vagaba errabundo de un lugar a otro, después de perder a su familia, a sus amigos, después de perderlo casi todo. Sin embargo, sorprendentemente, como si de la última esperanza para sobrevivir en aquel entorno hostil se tratara, el hombre acudió a la consulta del hipnotizador con el fin de pedirle ayuda. Al llegar a la consulta una secretaria le indicó que para visitar al doctor Kerkus debía tomar cita para otro día. él no estuvo conforme y discutió con la joven secretaria, luego él comenzó a gritar a la chica, lo que sirvió para que Kerkus saliera a ver qué ocurría. Cuando Kerkus se asomó a la sala de espera lo reconoció inmediatamente. Era él.
Era una sala oscura, una solitaria luz se proyectaba sobre un cuadro colgado en la pared. Desde un cómodo sofá azul, las palabras de aquel hombre comenzaron a derrumbar  todas las teorías sobre la conducta humana que Kerkus había concebido a lo largo de su vida: “La fuerza es mi única verdad. La gente teme a la violencia, y ante eso no hay ninguna razón que valga. Las personas viven con el miedo al dolor y a la violencia. Yo quiero convencerme de que no es así, pero cuando veo sus caras, ante un grito o un pellizco en el brazo, todos se vienen abajo, y todas las razones y argumentos se apartan de mi camino. Ni el mejor juez tiene la osadía de aplicar sus leyes cuando un cuchillo caliente pende sobre su espalda.”
El hipnotizador no podía entender lo que oía. Aquel sujeto había confesado auténticas barbaridades; había, incluso, matado. Kerkus entró en un estado de estupor profundo. Jamás había oído pensamientos de aquella índole; el individuo que le hablaba era un auténtico monstruo. Y la idea de haber sido creado por él penetraba por las rendijas de su mente hasta calar en su conciencia. ¿Y no era él responsable de todos los males que aquel hombre estaba causando en el mundo? Por un momento sus pensamientos se paralizaron y se sintió turbado. Comenzó a sentir un punzante dolor de cabeza. El hombre seguía narrando pormenorizadamente todos los golpes que había dado, la sangre que había hecho derramar, la crueldad que lo dominaba. ¿Qué podía hacer? Ahora dudaba de su técnica. Sus métodos ya habían fallado una vez con aquel monstruoso ser. Sin embargo, no quiso desperdiciar un último intento.
El hombre quedó dormido. De nuevo, comenzó a sugerirle otro pasado diferente. Estaba modulando su voluntad, le tocaba los ojos: se encontraban en la fase REM, la fase receptiva. Trabajó una media hora con él. Ya era demasiado tiempo, tenía que despertarlo. Sólo cabía esperar a que aquel hombre retomara su anterior vida para que él pudiera limpiar su conciencia.
Cuando el hombre despertó, el hipnotizador le preguntó si recordaba algo de lo que habían hablado. El otro se quedó pensativo, con la cabeza agachada, sentado en el sofá, intentando recordar tras el sueño. De repente, miró con ojos desencajados al hipnotizador, se levantó del sillón y lo prendió por el cuello de la camisa: “¿Qué ocurre? ¿Por qué no quiere curarme? ¿No se da cuenta de que así nadie me quiere, maldita sea?” Kerkus entendió que todo estaba perdido. Una sensación de terror le suplantó por completo el sentimiento de culpa que lo había dominado hasta entonces.
Lo volvió a dormir. En un momento salió a la sala de espera y le dijo a la chica que ya no recibiría a nadie más aquel día. La chica se fue a casa. En poco más de media hora la consulta quedó vacía; las luces del piso, apagadas. El hipnotizador salió entonces al rellano, sigilosamente estuvo escuchando el silencio que reinaba en el bloque, oteó desde arriba por el hueco de la escalera, se cercioró de que no había nadie, y cerró de nuevo la puerta. Entonces hizo una llamada de teléfono. La ambulancia apareció a los quince minutos. Un accidente.
A las tres de la madrugada Kerkus leía en el sofá de casa: era la Biblia. El sueño le consumía. Apagó la luz. Él tenía recursos para dormir: “quien a hierro mata...” se dijo esta vez, y se quedó dormido, profundamente.

domingo, 21 de diciembre de 2014

EFECTOS COLATERALES

La puerta del apartamento estaba abierta. El hedor corría intenso hacia dentro. Siete gatos rondaban la cocina, husmeando y relamiendo restos derramados de comida. En el salón una mujer reposaba en el sofá con la cabeza ladeada. Un cuerpo yacía exánime a sus pies. Cuando vio al intruso, se incorporó rápidamente y les apuntó con la pistola, temblorosa. El hombre hizo un gesto de tranquilidad con las manos y balbuceó algunas palabras significativas e inconclusas acerca de una orden de desahucio. Entonces la mujer disparó cinco veces. El hombre cayó al suelo desplomado.

La mujer se dirigió a la cocina e hizo un aspaviento con la mano. Los gatos la siguieron hasta el salón. Se sentó en el sofá y los gatos se encaramaron según una inopinada jerarquía. Entonces comenzó a acariciar al más pequeño, arrellanado en su regazo: “Mis mininos… Mamá os defenderá de esos hombres malvados…”

Vistas de página en total