"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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domingo, 21 de agosto de 2011

EL MITO DE LA INDIGNACIÓN

La rebelión comienza desde dentro, desde el individuo indignado con su entorno, bajo una percepción propia de la realidad, indignado con las modas, con las necesidades efímeras, con la estulticia mediática, con la hipocresía social, con la propia ignorancia y analfabetismo que existe hoy día. Y ante todo, la rebelión debe exigir pan y libros. Cuando la educación y el conocimiento hayan tomado el poder, ya todo será coser y cantar, porque entonces no será necesaria ninguna revolución.
Pero de qué rebelión hablamos: los gobernantes se han encontrado en las calles con un hombre que, ante todo, pide. Pide derechos, pide trabajo, pide vivienda, pide y pide. Sin embargo, cuando lo tuvo todo, no quiso dar nada, y permitió que la caja se vaciase brutalmente, aceptando la corrupción como algo inherente al sistema. Y ahora que nada tiene, y la caja del Estado está vacía, por una inercia arcaica el hombre sigue y sigue pidiendo. ¿Será esto lo que se ha estado cosechando durante todos estos años de seudoprogresismo en un sistema capitalista que promueve ante todo lo individual? Parece que así es.
Pero la realidad es que al otro lado del mundo, de este mundo en el que la gente se rebela en las plazas, millones y millones de personas no sienten ninguna indignación porque no alcanzan siquiera a eso, porque son víctimas de un sistema que se alimenta de ellos. No nos dirijamos hacia el sur, porque entonces toda la cruel verdad de nuestro sistema caerá sobre nuestra cabeza. Y aun sabiendo que el escepticismo puede ser paralizante e improductivo, la honestidad ideológica nos debe hacer preguntar: ¿De verdad sentimos la necesidad de una revolución? La realidad nos enseña la cara del mundo mágico en que vivimos, donde, a pesar del paro y de la corrupción, los hoteles se colman de veraneantes, las carreteras se inundan de millones de coches en busca del derroche vacacional, y las noches se plagan de jóvenes consumidores de todo tipo de placeres, una sociedad en la que parece que el hedonismo no ha sido agitado por la necesidad. Y, sin embargo, no podemos obviar la otra realidad que sólo se muestra en documentales noctámbulos, las verdaderas víctimas de este sistema que ahora aprieta: las mujeres que son sometidas y violentadas continuamente y en silencio por sus maridos; los niños deseducados perdidos en nuestro mundo, los inmigrantes machacados por la vida y la pobreza que comen arroz de un barreño con las manos escondidos de las miradas occidentales, el hombre alcoholizado en el rincón de la taberna al que sólo queda en el bolsillo una deuda enorme, la mujer a la que le arrebataron su casa que nunca fue suya y devolvieron a la calle de todos… En el fondo esta gente desgraciada no quiere más que otra oportunidad, otra vida. Si alguna vez la tuvieran, si alguna vez tuvieran la oportunidad de sacar su ira revenida por la resignación, de seguro que no la pondrían sobre el gobierno, sino sobre algo más palpable como el propio Destino.
La otra versión de este entramado nos dice que este movimiento no es ninguna revolución, sino tan sólo un grito contra la corrupción que, de momento, no tiene visos de despegar de su propio nacimiento. Era ya algo que caía por el peso de la evidencia, el estado de las cosas en nuestro país había llegado a tal punto de indignación en ciertos colectivos que por fin se desbordó la paciencia infinita de nuestra acomodada población. Nadie se sorprende de que la gente saliera a la calle, cierto es, aunque muchos se sorprendieron de que esto no sucediera antes. Es tal la corrupción, el caciquismo, el desprecio por el pueblo, y la desfachatez de nuestros políticos y de los grandes capitalistas, que no hizo falta más que un pequeño soplo en el oído para que el furor estalle. Lo triste es que sólo sea eso: un soplo en el oído lo que ha llegado a muchísima gente.
El caso del 15 M es sin embargo demasiado singular: Bien podía haber surgido una convocatoria para una macrobotellona, o para un cumpleaños, e igualmente podrían haberse reunido decenas de miles de personas. Sin embargo, sin poderse precisar demasiado bien cuáles fueron las primeras intenciones de los congregados, sí se sabe cuál fue la consigna: estamos indignados. Y la maquinaria se convirtió en un juego. Las almas acudieron a la reunión porque se supieron parte de un ente cuyo poder quisieron comprobar. Tirados por el poderoso instinto gregario que siempre guía al hombre, un brutal movimiento espontáneo se vio de pronto en la calle, no motivados por razones, ni por una firme convicción de ideales, ni siquiera por sentimiento de indignación poderoso, sino porque se había extendido por el éter la firme idea de que aquel movimiento era auténticamente masivo. La masa llama a la masa porque la mayoría siempre ha temido la marginación de las minorías y porque en su más profundo ser el hombre sabe que las masas son todopoderosas. La promesa de que una multitud confluirá en comunión y de que la plaza se llenará de otra mucha gente en cuyo seno se sentirá arropado fue, sin duda, el mejor reclamo.
Pero hay un aspecto que, sin ser percibido desde su fuera, puede acabar por convertirse en el boomerang de ese estallido: la mitificación de este fenómeno social. Se me viene a la mente aquel No A La Guerra de 2003 que tanto se mitificó. Muchísimas personas recuerdan aquel movimiento más allá de sus consecuencias, en un estado de idealismo que sobrepasa cualquier veto de la razón. El 15M se convirtió en un mito a pocas horas de nacer, lo cual, sin duda, contribuyó a alentar a los individuos, a dotarles de un espíritu luchador, y será lo que a fin de cuentas lo haga perdurar en la memoria colectiva, pero como contrapartida de ese ardor guerrero que ha suscitado, la idealización no trae sino la parálisis de la razón y la inteligencia y la fanatización de los sentimientos. Esa idealización no hace más que llevar a la confusión a la gente, y a una posterior decepción de unos sueños rotos.
El movimiento actualmente adolece de una indefinición que, junto al mito que se genera del mismo con todos sus espinosos atributos, puede llegar a crear una parálisis gangrenosa en sus órganos vitales. Ahora bien, ¿qué variable habría que introducir para que este movimiento llegara a alguna parte? ¿Quizá una organización, una plataforma con aspiraciones a entrar en la arena política y romper el status quo desde dentro? Cierto es que aún no se han descubierto muchas otras formas de organizarse. Todo eso parece ya muy trillado. Incluso los voluntariados llegan a funcionar de esta forma: una base social, unos representantes, unos comités generales, una propaganda, y a veces incluso unos casos de corrupción, que se han dado. Los ingredientes para una organización son casi siempre los mismos. Ciertamente el sistema asambleario es la verdadera esencia de la democracia, y sin embargo, este no es nuevo. Históricamente la organización en torno a este sistema de asambleas siempre ha chocado con la educación y la disposición del pueblo a dedicar parte de su vida proletario a los asuntos de gobierno, las elites ideológicas nunca han sabido penetrar en las masas hasta el punto de hacerlas partícipes del debate, sino únicamente para llevar a cabo el asalto final.
Se sabe que en cuanto a la organización las opiniones son muy dispares. Los movimientos en los que intervienen muchos colectivos y muchas personas son difíciles de manejar por cualquiera. Es inevitable que la banalidad surja en el seno de la masa: unos se enfrentarán por cuestiones de violencia o no violencia, otros por si los comerciantes tienen derecho a una calle desierta, aquellos por si no estamos de acuerdo con la tercera palabra del punto tres, y estos por si estamos una semana más o si aquí hay personas que han pertenecido a partidos políticos y a sindicatos. Parece pues necesario un elemento que unifique, que con sus cadencias pueda responder, conciliar. La organización, los sistemas de votación son importantes, pero también lo es otro elemento sin el cual jamás movimiento social alguno ha llegado a ningún puerto: el líder. El líder es esa persona carismática que enchufa a todo el mundo, querido y respetado por todos, y que sabe canalizar con su simple calor e inteligencia a todas las fuerzas y sentimientos antagónicos que surgen dentro del colectivo. Sin embargo, existe una corriente de opinión que piensa que los líderes y en general cualquier sistema de representación conduce inexorablemente al sistema que tenemos actualmente, tan denostado. Craso error, como demostró la historia, y cuestión vital que habría que saldar cuanto antes.
Mientras tanto el 15M va arrastrando su propia historia. Parece que pasaron ya los días de prueba, los días de delirio de indignación, de ilusión rebelde y de zozobra de políticos boquiabiertos. Y la aparente indignación colectiva unificada no es más que multitud de diferentes indignaciones relativas. Hay quien se indigna porque los vagabundos de Madrid duermen en los parques sobre colchones de cartón, y al mismo tiempo estos se indignan porque se les obliga a dormir en casas de acogida sobre colchones de muelle. El sistema capitalista actual es injusto, hace al hombre un auténtico esclavo, pero la gente se indigna antes porque hayan legalizado a Bildu que porque el sistema educativo sea una auténtica basura; se indigna porque algún imputado en una caso de corrupción aparece en unas listas electorales antes de indignarse porque se duplica el recibo de la luz o porque el 25% de la empresas defrauda a Hacienda. Parece que en este mundo en el que pocos pasan verdadera hambre la indignación es relativa, siempre relativa. Y sabemos que la información que manejan las agencias de noticias es básicamente lo que penetra en la masa, y los correos que circulan en Internet y se extienden a velocidad de vértigo son tremendamente tendenciosos. Y aunque en el fondo de todo eso haya una verdad muy grande, la forma en que se manipulan los hechos o se demoniza a ciertas personas es demasiado peligrosa y crea una indignación descentrada. Mientras nuestros instintos hambrientos no surjan para defenderse de esta parafernalia mediática, nuestros sentidos seguirán poseídos por las veleidades de la misma.
Esa necesidad instintiva de supervivencia es la que tendría que dominar las pulsiones de la masa para que efectivamente surgiera una potente organización: una plataforma que coordine a todas las asociaciones y particulares, con representación de todas ellas, y decidida a asumir las consecuencias de la Democracia. No puede existir esa contradicción tan grave entre “democracia real” y “concesiones”, no es augurio nada bueno. ¿Cómo se puede reclamar democracia real y al mismo tiempo pedir concesiones al gobierno? ¿Cómo se puede reclamar democracia real desde un grupo que aún no sabe sus fuerzas efectivas? ¿Dónde queda el otro pueblo que está fuera de las plazas: dentro del sistema o fuera del sistema? ¿Tendrá voz ese otro pueblo que aún no se ha pronunciado al respecto? Si queremos el gobierno del pueblo, si no creemos en la clase política, si queremos reformar la Constitución, si verdaderamente se quiere cambiar el sistema ¿por qué no se construye todo desde la más genuina noción de democracia contando con todo el mundo? No hay otra manera de hacerlo que contar, señores, contar. “Cuántos somos y cuántos son ellos”. Y si verdaderamente nosotros somos “el pueblo”¿cómo no vamos a tener aspiraciones a gobernar si defendemos la “democracia”? Realmente a poco sentido común que le pongamos a esto parece que nos vemos abocados a la creación de una plataforma con aspiraciones a gobernar y no a exigir, o al menos una plataforma que pueda ser refrendada en una elecciones o un referéndum. Si esto no se hace de esta manera, ¿cuál será la reacción del movimiento cuando surja un partido político que haga suyas todas las demandas de este grupo? Es muy complejo todo este asunto y si no se adopta una resolución clara en este sentido todo apunta a que el apagón se producirá en cualquier momento.

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