"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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jueves, 25 de agosto de 2011

LOS CUERPOS PERFECTOS



Los cuerpos perfectos son efímeros. Lo quise decir a aquel señor que rondaba los sesenta, pero no pude romper el efluvio de entusiasmo que salía por su boca: el gimnasio, los largos paseos al frío del alba, la nueva novia veinte años más joven, el facebook, la alimentación sana, el cuidado de las flores del jardín, los viajes rejuvenecedores, y, cómo no, esa pastillita azul que ya no avergüenza a nadie. Quién pensó que había que achantarse ante el paso de los años, ante el peso de los hijos, ante la sobrecarga de trabajo en el despacho, ante la tensión del estrés o ante el dolor de espalda cocinado a fuego lento durante tantos años en la obra. Quién pensó que había que doblegarse ante esa depresión soterrada que socava los cimientos de la autoestima al comprobar el inexorable deterioro del cuerpo con el paso de los años. Nada más lejos, ante esa catástrofe natural del cuerpo encontramos una tabla de salvación a la que asirnos, una última salvaguarda en el paso por la vida que nos ofrecen esos escaparates cargados de ilusión, que reflejan nuestro potencial, nuestra verdadera valía, que nos convierten en auténticos faustos: el mercado. Sí, señor, el mercado es lo único que nos puede salvar. Qué grandes maravillas nos trae el mercado: clínicas estéticas, de cirugía mamaria, de cirugía fálica, clínicas dentales en las que los hombres mayores hacen cola junto a los niños de ocho años para colocarse alambres en los dientes, tintes para el pelo, rayos ultravioletas, gimnasias pilatésicas, etc, etc, etc. Y el corazón en marcha, y la moral por las nubes. Volver a empezar. Así hacen también los marqueses.
Este afán desmedido por luchar ilusoriamente contra el paso del tiempo sabiendo que la batalla está perdida de antemano, ese intento de recuperar la juventud y la vida al paso que nos marcan los anuncios publicitarios, parece más bien una crueldad del destino. Pero quizá sea, no obstante, un síntoma más de una enfermedad que asola al mundo desarrollado, al mundo ocioso, a este mundo de palacios ignorante de los siervos de extramuros. En el mercado una altiva señorita cargada de oro y alhajas modernas, de tez ultravioletada, hablaba de su cuerpo y de su rejuvenecimiento; un poco más allá, en la puerta del colegio, saltaban los flecos de las conversaciones de las mujeres en espera. Es algo demasiado generalizado para que pase desapercibido. Tantas conversaciones en torno a este asunto no pueden sino hacernos pensar que estamos ante una obsesión enfermiza por el cuerpo. Aunque todo se puede comprender con tan sólo contemplar el afamado espíritu burgués que ilustran los anuncios de coches. Ah, la televisión. Gran invento este para el pueblo, buque insignia de la universalización de la comunicación y del conocimiento, bárbara cajita macabra que también permitió que otras tantas cosas feas y nauseabundas se universalizaran: la ordinariez, la mediocridad, el insulto, la ignorancia, el egoísmo, la putrefacción espiritual. Ahora podemos comprender por qué que cada vez cuesta más encontrar singularidades en este mundo tan universalizado por la televisión.
Y es que en la era de la imagen el mercado parece haber tomado las riendas de los medios de comunicación, adueñándose de ellos y poniéndolos a su servicio. Así, a través de la televisión, el mercado crea los clichés de felicidad y de poder, los modelos de hombre feliz, moderno y poderoso, de niño feliz, de familia ideal, de mujer nueva y creativa. El hombre, sentado en su trono de pecado, vierte entonces toda su vanidad, todo su fetichismo, toda su idolatría y todos sus deseos más venéreos sobre la alfombra material que nos ofrece este mercado y, finalmente, compra. ¿No es eso la felicidad?
Toda la cultura televisiva ha sido derramada sobre el populacho de la forma más brutal, y, como un milagro, se extiende por el mundo civilizado ese precipitado deseo de sacar partido al cuerpo para exprimir los extintos placeres que escapan a la vida. Han caído tantos valores que continuamente asistimos impertérritos a una burda representación de una sociedad idílica. El show de Truman, qué acierto. Hemos sido fácilmente convencidos de que somos seres omnipotentes, de que los límites a la carne son eludibles, de que el egoísmo (individualismo, se dice, de la forma más sutil: “sé tú mismo”, “eres único”) es lo único que nos hace personas y al mismo tiempo nos hace felices. Hemos sucumbido a los medios y a los mercados. Ya no es el pensamiento, ni las ideas, ni las distintas formas de arte las que crean semillas en la sociedad, las que crean corrientes de vida; son las marcas de coche, los nuevos teléfonos móviles o los nuevos programas de videojuegos, los que dirigen la mente y los deseos de los hombres. El materialismo definitivamente ha triunfado.
Y sin embargo, a veces, cuando me sumerjo en esos tugurios tan denostados por la sociedad burguesa en los que se concentra una masa de hinchas para ver un partido de fútbol, no sólo disfruto del momento, sino que, además, observo que hay algo que no encaja con el individualismo del mercado. En ese fanatismo que se enciende en los hinchas, se puede atisbar que ahí dentro, en ese ambiente, hay una fuente de naturalidad brutal. Desprovistos de todo instrumento de vanidad, de toda cáscara protectora, los hinchas se muestran sin ningún tipo de pose, en un plano completamente guerrero, luchador, violento incluso; se les inflaman las venas y de ahí surge el instinto devorador. En esos lugares se exhiben las barrigas, se embriaga el alma, el cuerpo, se olvidan las convenciones sociales, las superficialidades, y se produce un hermanamiento asimismo guerrero que ridiculiza aquellas pretensiones burguesas que fuera de allí se detentan. El fútbol está reñido con la vanidad. En aquellos lugares la gente siente la verdadera transparencia de su alma, y en la euforia de la victoria y en el dolor de la derrota se proclaman una inocencia similar a la que proclama el soldado que camina hacia la batalla. 
Y miramos y vemos en este ejemplo la gran fuente de vida que nos da el pertenecer. Sí. ¿Y no podemos decir que la raza humana ha crecido moralmente gracias a ese sentimiento colectivo que une a los hombres? ¿No es acaso el sentimiento colectivo la mejor forma de estimular el altruismo, la fraternidad, la unión fatal en la que la inteligencia estorba a la verdad que nace del corazón?¿O, antes al contrario, es precisamente ese sentimiento, este patriotismo fanático lo que ha matado al individuo y ha creado la antesala de la barbarie?
Una doble lectura, ciertamente. Pero quizá sea bueno ver las dos caras al mismo tiempo. Con el tiempo nos volveremos bisojos. Maldita filosofía.
Sin embargo, qué lejos estamos de llegar a construir esa patria que nos salve del exterminio de nuestra naturaleza, de la miseria más absoluta a la que estamos abocados en esta dictadura mercantilista, qué lejos de sentir esa necesidad que nos haga entender el verdadero sentido de la raza humana. Porque ciertamente no hay mayor libertad para el espíritu que la necesidad. Sólo ella nos podrá liberar de esta catástrofe y nos podrá hacer notar nuestra propia incongruencia y nuestro propio vacío.
No puede ser de otro modo. Mientras las montañas de basura que se acumulan en los países pobres no son más que manantiales de podredumbre de los que muchos niños comen, aquí nosotros seguimos con nuestro orden y nuestro equilibrio, un orden de cajitas encajadas y de líneas ascendentes, un equilibrio que ignora el único y verdadero equilibrio que existe en la naturaleza. Porque ¿cuál es nuestro equilibrio? ¿No es acaso el mismo equilibrio de todo lo que procede de la tierra?  Las casas se vuelven viejas, los armarios se apolillan, las paredes se desconchan, las grietas van extendiéndose en una red arácnida, los juguetes se van empolvando y los microbios se van adueñando de la antigüedad. Todo tiende a la muerte, a la descomposición, a la desintegración, a la inhumación, a la fosilización. Nosotros empezamos a vivir, y justo cuando hemos llegado al clímax de la inconsciencia, entonces empezamos a desintegrarnos. Envejecemos, y todo es un largo proceso de degeneración, un tortuoso camino hacia el orden del que procedemos. Y en el camino nos hacemos conscientes de ello y nos penetra la angustia fatal, que sólo podemos deshacer intentando crear vida, construir algo que nos perdure, un árbol, un niño, un libro, un jodido nombre ilusorio, una puta vanidad. Y algunos quieren crearse a ellos mismos con mimos florales sobre su piel: la liposucción de la barriga, de las ojeras, el estiramiento de las arrugas, la estirpación de las verrugas de los ojos, la depilación de la muñeca que quedó estampada en el recuerdo de la infancia, y otros van al gimnasio a machacarse para no morir nunca más.
Conocí a un individuo que se convirtió en payaso para no morir jamás. Porque según me dijo la risa es el único alimento de la eternidad. Desde entonces creo que es la aspiración más inteligente. Pena que "el que no vale, no vale", como decía mi amigo Carlos José.

2 comentarios:

  1. Quién puede cansarse de recorrer tu biblioteca? Si es que abundan los matices y las intensidades. En esta reflexión sale mucha rabia, el José más contestatario, más rebelde, más verborrágico.
    Sólo nos queda atrincherarnos, mi querido amigo, y dar guerra a los imbéciles, que son muchos. Me llevo tu frase sobre la risa para ponerla en imágenes.
    Gracias por compartir tus letras conmigo, un placer de los buenos.

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    1. El placer de compartir letras, pensamientos, sentimientos, como agarrados de algún hilo eléctrico que nos eriza la piel.
      Gracias, Lorena.

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