"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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sábado, 27 de agosto de 2011

ENTERRAR LA UTOPÍA

Económicamente la mujer se liberó del hombre con el trabajo. Curioso, pero con esto se verifica aquel infame lema que rezaba en el frontispicio del horror: el trabajo os hará libres. Si hoy decimos que la mujer debería quedar ociosa, dedicada a otras labores más humanas que las que desempeña en ciertos lugares llamados centros de trabajo, seguro que nos llamarían machistas. Igualmente si decimos que habría que reducir la jornada de trabajo a la mitad conservando el salario nos llamarán ilusos o utópicos. Y es ahí, en la utopía donde podemos notar un atisbo de verdad. Cuando ésta aparece, la burguesía se pone en guardia y tiembla, sin saber si matarla, condenarla al ostracismo o convertirla en comedia.
Millones de esclavos chinos son torturados en las fábricas durante doce horas diarias fabricando artículos inútiles que la burguesía occidental consume rápidamente. Habría que colocar contenedores de “todo a cien” para que se recicle toda la morralla que da sustento a esos millones de obreros que cosen su propia mortaja en las fábricas infectas que el superestado chino apadrina. En el siglo XIX fue la revolución industrial europea la que nos trajo jornadas de trabajo de doce y catorce horas, y la que nos trajo esclavos mal nutridos, mujeres y niños famélicos que bajaban a la mina antes que el sol saliera y volvían a la luz de la luna. Pero así Inglaterra llegó a ser una gran potencia económica hasta el punto de verse obligada a colonizar otros países para conseguir más consumidores a la vez que materias primas baratas. También España se incorporó al carro del desarrollo económico en el siglo XIX, y se industrializó e hizo obreros sumisos y contentos en las fábricas. No antes de abominar las máquinas como los monstruos que les robaban el sustento, esto es, el trabajo. Hasta tal punto llegó la idolatría al trabajo, idolatría que fue inculcada en el proletariado por la burguesía y respaldada por los revolucionarios burgueses que predicaron cierto pseudosocialismo con su derecho al trabajo por bandera. Aún hoy existe una especial deificación del trabajo, y el hombre occidental está imbuido de esta religión tan sacralizada por la burguesía.
Mientras tanto, la burguesía y la aristocracia rezaban para que no acabara el trabajo que mantenía a la plebe entretenida durante doce horas diarias. Para que no cayera la producción los dueños de las fábricas buscaban por doquier consumidores, refinaban sus productos para que duraran lo menos posible, reducían los salarios para reducir los costes de los productos. Necesitaban una clase de hombres ociosos que, además de poseer la riqueza, tuvieran la capacidad de consumir mucho. Necesitaban un ejército ocioso que consumiera y que, al tiempo, fuera capaz de defender sus negocios ante cualquier subversión proletaria. Necesitaban maestros que enseñaran a los herederos a gobernar las fábricas. Necesitaban unos moralistas que inculcaran miedo al pueblo. Necesitaban una magistratura que dictara sentencias contra los desalmados. Necesitaban unos artistas que les distrajeran en sus ratos de recreo.
Ante este panorama algunos lograron arrancar los grilletes al proletariado e hicieron ver la luz a millones de obreros, pero fue sólo un espejismo: el pueblo siguió trabajando y sin poder, y en muchos casos siguió pasando hambre. Y en muchos sitios los estados dictaron la orden de trabajar cuanto más mejor, como un camino hacia la libertad. Y prohibieron el ocio, los placeres y el lujo.
Ahora la revolución industrial ha llegado a China y a sus satélites. Y todo se repite. Por eso los chinos huyen de la condenada tortura fabril y vienen aquí a compartir con los proletarios europeos un pedazo de aire festivo, envueltos en ropas de vendedores ambulantes, dejando agujeros en los zapatos, rastreando la sonrisa en los niños que han aprendido a consumir objetos luminosos para solaz de sus papás. Estos disidentes de la locomotora china han sentido un gran alivio al depender de ellos mismos para sobrevivir.
Por nuestra parte algo hemos evolucionado. En su día ya alguien demostró que unas horas menos de trabajo no hacían caer la producción sino todo lo contrario, y por eso nos redujeron la jornada, al tiempo que aumentaban nuestro tiempo de consumo. Pero este logro no ha supuesto ningún avance social desde el punto de vista de la libertad del obrero: el obrero sigue subyugado al patrón, sigue siendo un siervo que asume todas las labores que se le impongan, dispuesto a trabajar el tiempo que se le exija; la mujer no ha logrado la emancipación social que tanto anhelaba, ha dejado de ser obrera de la casa, dependiente del marido- patrón, para pasar a servir a otro patrón económicamente más poderoso. La ansiada libertad sexual ha resultado ser un juego de niños, quedando como efecto colateral una desestructuración familiar y unas futuras generaciones de individuos inciertas.
Hoy día el proletariado occidental manda a sus desamparados hijos a las escuelas para que no adquieran vicios degradantes en la calle. Afortunadamente no es necesaria la mano de obra infantil para asegurar nuestra producción, cosa que no ocurre en otros países. Parece que a nadie le preocupa que los hijos sepan más o menos, que sean más o menos inteligentes, o que sean más o menos felices en los desvaríos juveniles. Sólo una visión parece ser satisfactoria para la masa proletaria: la de un hijo con un puesto de trabajo, sirviendo al capital como un buen obrero. También la burguesía envía a sus hijos a la escuela y esperan que de ellos salga algo útil para el sistema. Pero a ellos les interesa conservar la propiedad y la renta del trabajo ajeno, y para ello enseña a su progenie la moral burguesa y el espíritu empresarial. En los centros públicos los niños, sin más diferencia que la de clase, exhiben los ideales paternos con su actitud frente al grupo. Sintiéndose abocados a la esclavitud del trabajo, a semejanza de sus padres, los jóvenes disfrutan de unos momentos dulces en las escuelas, revolviendo entre los placeres que trae la edad y evadiéndose de un mundo manchado con una gran Injusticia.
Con todo nosotros seguiremos llamando a la conciencia de este proletariado con “utopías”: el reparto del trabajo, la reducción de la jornada laboral, la liberación laboral del hombre y de la mujer, la creación de un sistema económico que sirva a los instintos y necesidades reales del hombre, la emancipación de los territorios y sus gentes, la solidaridad y el pensamiento como manera de romper con la esclavitud más severa en la que nos encontramos: la de la ignorancia.
Seguro que nuestras utopías pasarán por los libros de los burgueses bañadas en tintes de comedia, y serán alejadas rápidamente de los dogmas del capital. Y dirán que seguimos creciendo.

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