"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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sábado, 15 de octubre de 2011

EL NUEVO DILUVIO

José Antonio Nisa
Era común que, en tiempos de sequía, los acerados, aquellos lustrosos pavimentos altivos, se envanecieran de ser entes superiores, riéndose de aquellas otras superficies inferiores de las calzadas, deslucidas por el polvo acumulado en sus riberas. Por su lado, los tejados, allá arriba, acaso miraban hacia abajo, sabiéndose de otro mundo diferente, de otra altura incomparable. Pero entonces, como si de un estúpido olvido se tratara, comenzó a llover, y los acerados al principio se mofaban de las calzadas encharcadas y enlodadas bajo el agua sucia, sin la conciencia precisa del futuro, recreándose en su sobrestima, sirviendo de salvoconducto a los señores que paseaban por la calle vadeando, ora aquí ora allí, los húmedos depositarios del cielo. Sin embargo, fueron aquellas épocas en que la lluvia de la desgracia arreciaba, y no fue suficiente la altura con que los acerados se erguían sobre sus vecinas las calzadas esclavas y, muy a su pesar, sintiéndose pisoteados incluso en su dignidad, fueron inundados por las aguas persistentes que las superficies inferiores no pudieron contener, pues las alcantarillas hacía tiempo que, ante tanta sequía, se atoraron de gozo material y de desidia. Los acerados, al fin, tuvieron que callar y enrojecer su humillación ante los eternos humillados.
Al principio se quejaban acaloradamente y culpaban a las calzadas de no haberse preocupado de sus desagües, todo el día holgazaneando y sin responsabilidad alguna, pero pronto el agua comenzó a desbordar las calzadas y hacer tabla rasa hasta ahogar a los acerados y expandir aquella desgracia. Desde arriba, mientras tanto, los tejados limpiaban el polvo acumulado del verano vertiendo a través de las canaletas litros y litros de agua sobre el submundo de las superficies pisoteadas, y cuanto más lloviera más relucientes quedarían con la salida del nuevo sol húmedo de otoño, porque sus aguas sucias eran escupidas abajo por gárgolas feroces sobre los hombres de gabán, bombín y paraguas que caminaban inconscientes del diluvio que les sorprendería también a ellos, sonrientes y satisfechos, altivos, con los pies mojados, las cañas de los pantalones salpicadas y los maletines ocultos bajo el pecho.
Y ahora, estos pobres hombres, inverosímiles seres del mundo material, que construyeron su mundo a imagen y semejanza de sus deseos, ahora caminan por los acerados de igual a igual, completamente resignados a los designios del diluvio que los despojó de sus suntuosos maletines, completamente desarmados ante los castigos postreros del cielo, y nuevamente sumidos en la indiferencia de su propia especie. Tal fue la crisis de la humanidad.

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