"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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miércoles, 19 de octubre de 2011

LA IRREFUTABLE LEVEDAD DEL SER


No muy lejos de nosotros, no deja de resultarnos sorprendente el comportamiento del pez justo antes de morir por asfixia. En esos momentos las moléculas de oxígeno están a punto de agotarse, el agua ya ha comenzado a esconder las pelotitas golosas de odós y el pez apenas recibe en sus agallas una o dos cada cierto periodo de tiempo naturalmente insuficiente; entonces, tras recorrer cientos de metros en un círculo monótono y demencial, cuando no hay nadie allí afuera que rece por él o, menos aún, que sea consciente de su acalambrado discurrir por entre las ondas invisibles del agua encerrada, el pez siente que se acerca inapelable su final. De pronto su movimiento se vuelve azaroso, alocado, brownianamente acelerado, inencajable en ningún libro de física: es el movimiento último de la desesperación, de la cercanía de algún fin, es el movimiento de la tragedia. El pez se encuentra agotado, sin aire y, sin embargo, sus energías se disparan en todas direcciones. Llega entonces un segundo preciso y fatal en el que el pez comienza la preparación inconsciente de la muerte. Se dirige hacia el fondo, se arrastra por toda esa superficie submarina para llevarse un bonito recuerdo de ella, se nutre de bellas imágenes placenteras, de los lugares lóbregos y silenciosos donde también vivió sus penas; luego, aligera la navegación y choca sus aletas como señal última antes de emprender su escapada hacia el otro éter. Entonces sale veloz hacia arriba, concentrado, pensando en el cielo, sonríe justo antes de romper la barrera y, al fin, salta. 
Allí afuera no hay nadie. El pez sigue moviéndose enérgicamente, a pesar de ser escasa esa energía última, pero es que ya no necesita guardar energía para el futuro, para el porvenir o para consolar el miedo, y así, sin saberlo, libera todas sus calorías en un movimiento fluido y nervioso entre el calor de la piedra y el aire solitario del jardín. Las flores atentas de alrededor lo miran tristes, aun sin saber de qué animal se trata. Tal es su cara de dolor. Más tarde, continua el silencio.
No muy lejos de nosotros.

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