"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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martes, 25 de octubre de 2011

EL IDILIO DE MARÍA ALEJANDRA

José Antonio Nisa

- ¡Dios mío, esto es una pesadilla! –fueron las palabras que el perito Martínez Sampablo pronunció cuando la última de las puertas que daban acceso al interior de la mansión de los marqueses de Lienova fue derribada. De las profundidades de la tierra, el tronco de un árbol gigantesco había emergido por el centro de la casa con un haz de venas grises que atravesaban violentamente la lujosa mansión. La anchura del tronco era descomunal, y ocupaba casi por entero el volumen del patio, impidiendo que apenas entrara la luz en el enorme salón, las ramas se habían filtrado por todas las habitaciones, resquebrajados los paramentos y el suelo había sido completamente levantado. Algunas flores brotaban tímidas por entre las enormes hojas verdosas que asomaban a la calle. El perito Martínez Sampablo, encargado de la misión por orden del juez, quedó preso de aquella fuerte impresión, que no conseguía digerir con la lógica que su experiencia, sus estudios y títulos le habían otorgado. Prestamente solicitó una brigada de jardineros, un camión y una grúa.
Una pareja de la policía municipal acompañada por el bibliotecario llegó para inspeccionar el lugar y hacer el atestado que correspondía al caso. Al bibliotecario, personaje entendido en antigüedades, le había sido encomendada la misión de salvar de la rapacería los objetos de valor y las antiguallas que en la mansión se encontraran.
Y habría sido un trabajo triunfal el suyo si todo aquel tesoro medio enterrado entre polvo y escombro hallado en las distintas estancias de los marqueses no hubiera quedado más sepultado aún en la memoria del pueblo, y mucho más en las actas que levantó el celoso bibliotecario, cuando en la segunda incursión que se realizó en aquella selva se descubrió, en lo más oculto de la mansión, a un ser viviente, cuya existencia era ignorada, incluso, por la más cercana familia que los marqueses dejaron a su muerte, hacía ya más de dos meses. Alguien la llamó María Alejandra.

A la edad de seis años, María Alejandra ya había impacientado a dos institutrices que habían abandonado la casa ante la imposibilidad de hacer que la niña memorizara de un día a otro las más elementales grafías del idioma. La segunda de ellas fue rotunda: “la señorita nunca aprenderá a leer”. Y era que, en el fondo, María Alejandra no quería aprender a leer. Los castigos de la primera institutriz fueron en vano: la niña pasaba horas y horas encerrada en su habitación con una pizarra insinuante marcándole las primeras consonantes, y salía con la misma sonrisa con que había entrado, pero sin saber nada de nada. La maestra del colegio de la Inmaculada había previsto que María Alejandra era una niña especial cuyo talento brotaría más tarde y con más energía que en el resto de los niños, razón que convenció a los marqueses para posponer en dos años el momento en que su hija debía iniciarse en las letras. En aquel tiempo la marquesita había aprendido a tocar el piano de oídas y cantaba canciones que atraían a los mismísimos pájaros. Sin embargo, después de aquellos dos años, el nuevo intento fue otra vez en vano. “La niña es demasiado alegre para aprender nada que no quiera.”, sentenció a un marqués desconsolado uno de los maestros que desistieron del proyecto.
El verano de sus diez años los padres de María Alejandra pretendieron que su primo José Alberto, de su misma edad, transmitiera por el efecto aquel de la empatía sus conocimientos a su difícil hija y que, de una vez por todas, entrara en ella la semilla de la ilustración. Sin embargo, aquello fue sólo una ilusión. María Alejandra se enamoró perdidamente de su primo José Alberto. La pasión alcanzó a ambos y, lejos de emprender el camino del orden, las correrías que ambos críos hicieron aquel verano bajo el sol ominoso de agosto que los empujaba a despertar toda la alegría que les permitía su inocencia entre las frescas aguas de la laguna, no dejó tiempo para más. Los momentos que pasaban ambos en la habitación fueron infructuosos para las letras, las risas que salían de allí resonaban como látigos en los oídos de la marquesa, quien sabía que pocas cosas le quedaban ya para socorrer el futuro de María Alejandra. El amor que había surgido entre los dos niños se desparramaba de continuo por toda la casa: juegos, canciones, carreras, baños, misterios, y un pequeño arbolito que ambos chicos plantaron en el enorme patio cuadrado de la casa. Aquel arbolito se convertiría, a la partida del primo José Alberto, en el símbolo del amor que ambos se prometieron. 
Después de aquel verano los marqueses llegaron a la conclusión de que ya, a  la edad de once años, la niña ya había pasado la edad de instruirse, y de que su ineptitud para la disciplina que requería su categoría social era ya manifiesta. María Alejandra vivía en un idilio continuo con su propia vida. Su radiante alegría, su espontaneidad infantil ante la gente, no eran más que síntomas de una enfermedad que los padres se negaban a nombrar. María Alejandra vivía en un continuo sueño. Al año siguiente el primo José Alberto hizo una repentina visita a la casa de los tíos marqueses acompañando a su madre, la tía María Teresa. Aquel día fue cuando la marquesa tuvo el primer pensamiento extraño acerca de su hija: el primo José Alberto ya había cambiado la voz, se había estirado, la nariz se le había pronunciado y se le comenzaba a marcar el vello negro del bigote. María Alejandra no había sufrido ningún cambio en su aspecto, como así, mirando una de las fotos de comunión, observó la tía María Teresa. El primo José Alberto, envuelto en un impostado aire de incipiente adultez, no pudo resistir las locuras de María Alejandra, y aquel día en el cuarto de la niña, entre juegos y sueños de niños, la inocencia dio al traste con toda pretensión de ser eterna. Luego, ambos regaron juntos el árbol del patio interior, su árbol, que crecía y crecía como crecen los hombres y María Alejandra pensaba que lo hacía el amor. Aquel árbol sería el objeto de sus sueños durante todos los años de su vida.
A la edad de los doce años, y comprobado ya por distintos expertos que María Alejandra era un caso único en lo que se conocía del mundo, y que el estancamiento en su desarrollo era como un milagro, sus padres los marqueses terminaron por prohibirle salir a la calle. A partir de aquel momento los marqueses se abstuvieron todo lo posible de mencionar en sociedad que poseían una hija. Una criada, a la que también se había prohibido hablar de la niña, se encargaba de vigilar a la chica. Se le había llevado un piano a su habitación, y se había colgado de una de las ramas de su enorme árbol un columpio que utilizaba, más que para columpiarse, para subirse a la copa del árbol donde ya había anunciado que algún día haría una casa para los pájaros. María Alejandra no perdía su alegría innata, a pesar de la primera pesadumbre que supuso la prohibición de salir. Sólo cuando su padre el marqués ordenaba podar algunas ramas del árbol para no dañar las paredes o ventanas, ella se encolerizaba, lloraba  y gritaba con enorme pena, pues sólo pensaba que los pájaros no podrían ir a visitarla. Entonces se encerraba durante dos días en su habitación y no paraba de tocar al piano piezas arrebatadoras.
Durante años María creció sin alteración alguna en su físico. Ni su cara ni su carácter sufrieron cambios, para asombro creciente de los marqueses, quienes cargados de frustración hicieron desaparecer cualquier rastro de la niña de la vida pública. Pero los marqueses iban llegando a la ancianidad, y con preocupación veían el futuro de la niña cuando ellos desaparecieran. La marquesa impuso su criterio de declarar en el testamento la enfermedad de la niña e incapacitarla para la administración de la herencia, guardándole el derecho a ser pensionada convenientemente con cargo a la misma. A todo ello era ajena María Alejandra, a quien a sus veinte años se le ocultó la muerte del marqués su padre con el único motivo de no darla a conocer a la sociedad a través de las magnánimas exequias que se prepararon para su funeral. Así María Alejandra fue convencida por medio de la criada de que su padre había sido nombrado cónsul de tierras lejanas con las que ella soñó durante varios años.
La pequeña María Alejandra fue ignorada por completo por su anciana madre la marquesa, quien, al otro lado de la casa, continuaba con su vida de sociedad. Se le había prohibido salir al salón sin previo aviso a la criada, y ya la marquesa había desistido de recortar el árbol que poco a poco iba creciendo al tiempo que los sueños de María Alejandra lo hacían en su mundo interior.
Dos años después de la muerte del marqués, la marquesa falleció debido a una vejez que ya no se podía mantener por medios físicos. Aquella noche en que su corazón se paró definitivamente fue la criada quien llamó a un médico. Al serle preguntada por este si vivía alguien más de la familia en la casa ella, con un visible titubeo, contestó con una negativa. La anciana tía María Teresa, que tenía a María Alejandra por una marquesita felizmente desposada hacía tiempo, se encargó de despedir a la criada, de dirigir todos los detalles del funeral  y finalmente de clausurar la casa. María Alejandra vivió alegremente en sus sueños de ruiseñor durante los dos meses siguientes, momento en que tres hombres, dos policías y un delgaducho joven con una enorme carpeta incrustada en el brazo, la miraban sentada en una plataforma que había entre las ramas de aquel gigantesco árbol.
El perito Martínez Sampablo ya había sido avisado semanas antes de que la casa del marqués estaba sufriendo unas extrañas irrupciones. Las ventanas habían reventado y habían sido atravesadas por ramas de una especie de ficus, nada grave comparado con la enorme grieta que subía desde el dintel de la puerta principal. Cierto día aparecieron los dos ventanales principales de la fachada abiertos de par en par, lo que alarmó a algunos vecinos de la zona que alertaron a la policía de que posiblemente algunos ladrones hubieran desvalijado la casa. Al no haber denuncias, la policía puso el caso en manos del juez. Como obra de menor envergadura, el magistrado decretó el asalto oficial de la casa por funcionarios públicos, momento en que quedó en poder de la rumorología popular aquel extraño caso.
Cuando María Alejandra fue sorprendida por aquellos hombres, allí arriba colgada en la copa del árbol,  preguntó indolentemente por su madre y les insistió que su padre era cónsul en un país muy lejano. El joven bibliotecario, ante tal increíble escena, retrocedió. Los dos policías entendieron rápidamente que aquello era un caso nada usual. Uno de ellos entonces comenzó a hablar con la niña y sin demasiado esfuerzo la convenció para que fuera con ellos.
La pequeña María Alejandra fue ingresada de inmediato en un orfanato a espera de que algún responsable adulto se hiciera cargo de ella. Después de revisar los archivos del registro civil y comprobar que la tía anciana María Teresa se encontraba en el hospital de la ciudad, convaleciente de una enfermedad, el juez ordenó avisar al primo José Alberto del extraordinario hallazgo de la niña.
Aquella misma tarde comenzaron los trabajos para la poda y tala del árbol cuyo volumen había inundado la casa que duraron nada menos que dos días. En aquel tiempo María Alejandra había mostrado un comportamiento nada usual en ella: se mantuvo encerrada en la habitación que le había sido asignada en el orfanato sin querer salir al recreo a jugar con otros críos, ni comer, ni realizar las actividades cotidianas del lugar. El primo José Alberto se hallaba mientras tanto de camino, proveniente de las tierras más septentrionales de la meseta. Al llegar, el juez le puso en conocimiento de la existencia de la niña. Sin demora se dirigió al orfanato, pero allí se encontró con la nerviosa directora del centro con la cara descompuesta, que le indicó que la niña había huido aquella misma noche saltando la verja, aprovechándose, de seguro, del árbol que franqueaba la entrada. José Alberto acompañó a la policía en su búsqueda por algunos lugares públicos, sin resultado alguno, hasta que, con un último hilo de esperanza, optaron por volver a la casa.
Un jardinero abrió las puertas principales. La luz se disipaba por toda la casa de forma diáfana. El aspecto ruinoso de la mansión se hacía ahora, una vez eliminado el árbol, más patente. Los policías revisaron la parte delantera de la casa. Seguidos por el primo José Alberto, pasaron luego al patio, donde escudriñaron los soportales sobre los que se elevaban los balcones de la planta alta. Sin novedad alguna, al fin subieron a las habitaciones. Cuando uno de los agentes abrió la puerta de la que fue la habitación de María Alejandra, la imagen que vio le hizo volver la cabeza. Su cara delataba asombro y aturdimiento, lo que fue notado rápidamente por José Alberto. Este se adelantó y entró en la habitación. En un rincón de la habitación, se hallaba agazapada una mujer mayor, semidesnuda. Tenía el pelo completamente blanco y desgreñado, y ocultaba el rostro entre sus brazos. De pronto levantó la cara y miró al frente con la vista perdida a algún punto indefinido de la puerta. Su cara se mostró surcada de arrugas, los ojos grises y los labios lívidos. A pesar del tiempo, el vestido rajado que le ceñía el pecho fue reconocido por José Alberto.
María Alejandra murió dos días después del funesto hallazgo. El juez no permitió que su buen discernimiento quedara enturbiado por aquel caso y no quiso dar por válida la versión del primo José Alberto, que insistió en decir al juez que quien había muerto era en realidad la niña que escapó del orfanato, que había envejecido de repente con la tala de aquel árbol,  “una versión sobrenatural” a todas luces, y María Alejandra se dio por fallecida el dos de agosto de 1966, a la edad de cincuenta y cuatro años a causa de una neumonía letal. De aquella niña que escapó del orfanato nunca más se habló, inexistencia que fue luego atestiguada por la directora del centro, aunque el joven bibliotecario dejara constancia en sus cuadernos del insólito caso que evidenciaron sus ojos.

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