El gato paseaba con total naturalidad por el
salón tras haber derramado el tazón de leche. Yo me levanté con la intención de
recogerlo, maldiciendo la inconsciencia felina, pero él ya lo había visto, y
entonces no dudó. ¡Maldito gato!, espetó. Menudo guerrero estaba hecho. Antes
de lanzarse hacia él, me detuvo y me cubrió la cabeza con una capa negra.
Aquellos movimientos bruscos que noté en el sonido del aire de la habitación me
enfriaron las entrañas. Yo no podía creer lo que luego vi, pero de una manera
insospechada lo había previsto en mis pensamientos. Luego me dijo que tenía que
irse, pues ella lo esperaba. Yo me asomé a aquel ventanal desde el que a veces
oteaba los hermosos paisajes exteriores que rodean la casa. Allí afuera estaba
ella, esperándole, con su penetrante mirada lobuna, como si no esperara de él una
acción menos cruenta que la que acababa de acometer. Él caminaba hacia ella
saltando sobre las puntas de los pies, dándole vueltas a la cadena en torno a
su dedo índice y silbando al cielo, como si nada. Se unieron y marcharon. El
despecho y la impotencia van de la mano, me dije, y me pregunté hasta cuándo
este gobierno desalentador. Entonces maldije al mundo, cerré la cortina y
regresé a la habitación. Pobre gato. Llegué a estar convencido de sus siete
vidas. Aunque creo que el guerrero ha acabado con las siete de una vez.
"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."
Índice

miércoles, 2 de enero de 2013
UN GOBIERNO DESALENTADOR
Etiquetas:
Microrrelatos,
Un gobierno desalentador-
miércoles, 19 de diciembre de 2012
AL JACKSON
(EN HOMENAJE A ESE ENTRAÑABLE PERSONAJE DE W.FAULKNER)
Las
gotas del cielo gaseado caían invisibles. El ambiente era frío. A veces algunas
vetas de sol atravesaban el cielo. Un cielo alto, silencioso, comedido,
estático.
Tomó
una copa de vino blanco, suave, afrutado, y se sentó frente aquel cielo
blanquecino a leer las maravillas de Al Jackson. Era este un tipo tímido. Su
vieja madre le sugirió que hiciera un curso para curarse de la timidez, pero
aquella experiencia, lejos de conseguir su fin sólo consiguió despertarle el
gusto por los cursos. Mientras, sus aletas de pez seguían brotando como una
planta prodigiosa bajo sus pies, lo que no hizo más que aumentar su afición a
buscar caimanes en su ciénaga. De vez en cuando encontraba uno, lo mataba con
sus propias manos de hombre y salía del agua con la rapidez de la alegría y el
entusiasmo de enseñárselo a su vieja madre. “Si seguimos así, pronto podremos
volver a meter las ovejas en el agua”, dijo esta.
Al
Jackson estaba loco. No hay duda.
Apuró
la copa de vino, acabó las maravillosas aventuras del viejo Al Jackson, a quien
por cierto jamás nadie había visto sin gabardina, y comenzó a saborear el cielo
pálido de invierno.
Otra
locura, como la de Al Jackson.
miércoles, 12 de diciembre de 2012
UNA TONTA RAZÓN PARA SER ATEO
Esto es un tren imparable. De
vez en cuando oímos los altavoces de los vagones que anuncian la próxima
estación; algunas veces no sabemos nada de la ciudad que se avecina, de otras
ya tomamos nuestra porción. Aquí adentro vamos, felizmente sentados, gozando de
la vida que nos pasa, de los paisajes que dulcemente se esconden tras las
ventanillas, de las feroces nubes negras que abren la boca gritando y levantan
sus brazos para entrar al abordaje de un cielo azul que se deja vencer. Y
contemplamos las caras sonrientes de la gente que de pie en la estación ven
bajar a los suyos, cargados con maletas modernas, con ruedecillas que maltratan
la vida de su interior; y las risas de tristezas contenidas que dicen adiós a
aquellos que les importan: hasta pronto, hasta luego, hasta cuándo. Toda la
vida despidiéndonos. “Adiós”, qué palabra más odiosa. A Dios dedicamos la despedida,
la esperanza, la verdadera ruina de la ilusión. Y si creemos en Dios es porque
creemos que al final todo esto va a algún sitio del que nos será devuelto con
alguna justicia sobrehumana. Incluso el tiempo se espera en retorno. Qué graciosa
esperanza. Pensándolo bien, quizá sea esta misma una tonta y simple razón para volverse
ateo.
Etiquetas:
Microrrelatos,
Una tonta razón para ser ateo-
sábado, 8 de diciembre de 2012
MARCHA ATRÁS
Los vio juntos, al fondo, lejos de su alcance. Y no lo pudo soportar. Un dolor cautivado por la esperanza se liberó de repente de su vaina y salió a la luz desnudo, para atravesar su corazón por completo. Y entonces gritó su nombre, una y otra vez, enajenado, fuera de sí, una y otra vez, hasta perder el sentido. Y aquel grito contenía su nombre, el de ella, y ella lo vio desde el fondo, lejos de su alcance, pero supo que era él. Y él gritaba y su grito temblaba de miedo al vacío, temblaba de una pasión extraña e incalculable, temblaba entre el eco del silencio, y todos lo miraban perplejo pero ella comprendió que aquel grito era un grito de amor, de amor imposible, de amor roto y maniatado, sólo ella entendió que aquel grito era un grito de desesperación.
Y entonces ella descubrió por fin que él la amaba como nunca supo decírselo, y aun tarde, de pronto se soltó del brazo del otro hombre y corrió hacia él, sin importarle nada, ni el futuro, ni el pasado, ni los otros, sin importarle siquiera su propio orgullo. Y corrió hacia él, y cuando ya algunos la veían de regreso al pasado oscuro de su vida, ella gritó también su nombre, el de él. Y entonces todos se apartaron, porque entonces todos entendieron también que su grito temblaba de miedo al vacío, que su grito temblaba de una pasión extraña e incalculable, como tiemblan los amantes.
Etiquetas:
Marcha atrás-,
Microrrelatos
viernes, 7 de diciembre de 2012
AMOR HERIDO
-¡Oh,
dios! –dijo ella, y clavó sus uñas en su espalda tensa.
Aquella
noche había luna llena, un aullido de deseo resonaba insistente desde la oscuridad,
se oía el aleteo de los murciélagos que volaban tras relampagueantes luces de
terror. En el escenario de abajo, un mago hacía desaparecer a un niño entre
humos fatuos de ilusión. Las luces de
neón intermitentes reverberaban en la habitación.
– ¡Oh,
mierda! –dijo él, y ella se incorporó
con cara de terror.
Abajo
sonaron los aplausos.
jueves, 6 de diciembre de 2012
PATOLOGÍA DEL IDEALISMO
José Antonio Nisa
Si su padre hubiera vivido cuando su juventud, con su pragmatismo y su rudeza sin duda habría arrancado la cizaña desde el principio, y habría evitado que llegara a la edad adulta con la cabeza y el espíritu minado de quimeras. Pero, precisamente a causa de tal ausencia, durante los años de florescencia el muchacho se había entregado afanosamente a esa abstrusa labor de incubar ideas y pensamientos fatales, como si no esperara de ellos más que la instrucción paterna que nunca tuvo.
Y al final encontró aquello que parecía estar buscando desde su orfandad, quizá un motivo para mortificarse el resto de su vida: tomó querencia por las utopías. Y con en ellas se nutrió de todos esos mundos posibles que esperan la desaparición del hombre de la faz de la tierra para nacer. Año tras año fue envolviéndose en una fina aureola de conocimiento que convalidaba en las más prestigiosas universidades del mundo, entre cuyos libros perdió, casi sin darse cuenta, la alegría por la vida.
De pequeño su padre le había inducido a ver la realidad de las cosas: “Nosotros somos pobres, y estamos obligados a hacer fortuna”, le decía. Pero él olvidó aquella obligación, para, al final de su periplo universitario, comenzar a reconocer que, mal le pesara, la razón, su razón, no estaba hecha para ser validada por las leyes de los hombres, igual que toda la belleza del mundo, de la luna, del sol y de los mares, jamás podría ser entendida por ninguna lógica humana. Y entonces, sin poder soportar más la incongruencia del mundo, marchó a África, enrolado en una organización humanitaria. Durante años, se dio un auténtico atracón de penurias humanas y al mismo tiempo aprendió a disfrutar de la belleza de las lágrimas, de la serenidad de la pobreza y de la entrañable cercanía del calor humano. Pasados tres años, cuando ya el tiempo transcurrido enlazado a la cálida sangre del trato humano le había cargado demasiadas muertes en su alma, volvió. En los siguientes meses quedaría envuelto en una gris melancolía que le impidió dejar de pensar en la vida que había abandonado, enquistado en una desazón maldita y degenerativa que le anclaba a una vida oscura, desconectado del mundo.
Fue entonces cuando la necesidad llamó a su puerta. Había agotado todos sus recursos y por primera vez en su vida sintió la urgencia de lo material. Recordó entonces aquella frase con que su padre le había atizado la voluntad y, al fin, entendió el sentido de la misma. Acudió entonces a la Universidad de nuevo, donde había dejado algunos buenos amigos y otros tantos proyectos inconclusos. Pero allí encontró, sobre todo, a un olvido inmisericorde con el pasado y con las oportunidades perdidas, y un vacío por respuesta. En aquel momento de su vida, un desesperante presagio de tragedia comenzó a rondarle la cabeza día y noche: la tragedia que agota las fuerzas en el hombre al saberse inútil, al pensar que desde que comenzó su vida no había hecho más que perder el tiempo en pensar y estudiar, entregado a un destino que hasta aquel momento lo había mantenido en la inercia de una despreocupación por lo material, gracias a los gratificantes emolumentos que el mundo universitario le había dispensado. Las reservas se agotaron y se vio impelido a salir a la calle a buscar un trabajo con el que poder sobrevivir. Un periódico provincial le dio la oportunidad de probar el trabajo de reportero de calle. Y la calle lo atrapó. Como si comenzara a vivir una nueva vida, cada día que pasaba en contacto con la gente de la calle le parecía un día que ayudaba a subsanar aquella enorme herida que le habían causado tantos años aislado del mundo. Descubrió las pasiones y la irracionalidad del vulgo, conoció la entrega de los hombres que nada tienen, conoció la lascivia, el egoísmo, la crueldad más descarnada del hombre, y descubrió la facilidad con que el hombre se entrega a lo desconocido. Poco a poco fue introduciéndose en ambientes decadentes, donde mejor apreciaba la naturaleza de los comportamientos humanos: las tabernas, las vecindades de los suburbios, los ambientes de droga y delincuencia, los prostíbulos. En uno de estos conoció a María, de la que se enamoró. Al cabo de unos meses logró hacerse con una habitación anexa a la mancebía, donde convivió con ella durante lo que serían los días más felices y alegres de su vida. Durante algo más de seis meses ambos vivieron un idilio, poseídos de una especie de frenesí dionisíaco. Él desconocía aquella pasión que brotó de sus entrañas de repente, lo que, además, le impulsó a escribir de nuevo sobre el mundo. Pasaba las noches en vela escribiendo a la luz del farol que desde fuera se proyectaba sobre una mesita de la habitación y dormía escasamente, cuando los primeros anuncios del alba clareaban el cielo.
Cuando una víspera de miércoles de ceniza, él apareció muerto en el portal del burdel como consecuencia de un atraco, María ya había descubierto las caligrafías que él hacía en aquellas noches de desvelo, y se había prendado de las historias que él narraba en sus cuadernos. Durante muchas mañanas, mientras él aún dormía, ella había leído los hermosos y apasionantes relatos cargados de erotismo y lujuria que había plasmado en las horas de insomnio de aquellos días de arrobamiento.
Pasado el duelo, y tras retomar aquellas historias y regocijarse con el recuerdo de él en sus lecturas, María comprendió que, todo lo que él había desgranado en aquellos relatos no eran sino las secuencias de su propia vida. En un afán por conocer al hombre que había amado, releyó y releyó aquellas historias hasta descubrir que la mujer cuyo nombre en ningún momento se mencionaba era ella misma, que el viejo que angustiaba en sueños al protagonista no era otro que su propio padre, y que el hermano hostil al que consiguió poco a poco envenenar representaba su otro yo. Entendió que el tiempo que había permanecido con ella había vivido con la dolorosa conciencia de esta muriendo en vida y renaciendo al mismo tiempo, después de lo cual, las dos hendiduras que el acero abrió en su pecho aquella mañana de invierno no fueron más que unos minutos de desaire del destino, un destino que lo mató dos veces. Ante aquel pensamiento María no pudo contener las lágrimas que le desgarraban el alma, una de las cuales cayó en la página en blanco que cerraba un capítulo. Tras aquella húmeda gota María adivinó una mancha de tinta. Volvió la página y encontró unas palabras escritas que no entendió muy bien y que fueron, a la postre, las que dieron título a la obra: “Patología del idealismo”.
Meses más tarde el jefe de redacción de su periódico decidió publicar aquella obra a través de una sección del periódico, obra que tuvo una entusiasta acogida entre el público de la ciudad pero que sus antiguos amigos en la universidad siempre soslayaron, por precaución.
Si su padre hubiera vivido cuando su juventud, con su pragmatismo y su rudeza sin duda habría arrancado la cizaña desde el principio, y habría evitado que llegara a la edad adulta con la cabeza y el espíritu minado de quimeras. Pero, precisamente a causa de tal ausencia, durante los años de florescencia el muchacho se había entregado afanosamente a esa abstrusa labor de incubar ideas y pensamientos fatales, como si no esperara de ellos más que la instrucción paterna que nunca tuvo.
Y al final encontró aquello que parecía estar buscando desde su orfandad, quizá un motivo para mortificarse el resto de su vida: tomó querencia por las utopías. Y con en ellas se nutrió de todos esos mundos posibles que esperan la desaparición del hombre de la faz de la tierra para nacer. Año tras año fue envolviéndose en una fina aureola de conocimiento que convalidaba en las más prestigiosas universidades del mundo, entre cuyos libros perdió, casi sin darse cuenta, la alegría por la vida.
De pequeño su padre le había inducido a ver la realidad de las cosas: “Nosotros somos pobres, y estamos obligados a hacer fortuna”, le decía. Pero él olvidó aquella obligación, para, al final de su periplo universitario, comenzar a reconocer que, mal le pesara, la razón, su razón, no estaba hecha para ser validada por las leyes de los hombres, igual que toda la belleza del mundo, de la luna, del sol y de los mares, jamás podría ser entendida por ninguna lógica humana. Y entonces, sin poder soportar más la incongruencia del mundo, marchó a África, enrolado en una organización humanitaria. Durante años, se dio un auténtico atracón de penurias humanas y al mismo tiempo aprendió a disfrutar de la belleza de las lágrimas, de la serenidad de la pobreza y de la entrañable cercanía del calor humano. Pasados tres años, cuando ya el tiempo transcurrido enlazado a la cálida sangre del trato humano le había cargado demasiadas muertes en su alma, volvió. En los siguientes meses quedaría envuelto en una gris melancolía que le impidió dejar de pensar en la vida que había abandonado, enquistado en una desazón maldita y degenerativa que le anclaba a una vida oscura, desconectado del mundo.
Fue entonces cuando la necesidad llamó a su puerta. Había agotado todos sus recursos y por primera vez en su vida sintió la urgencia de lo material. Recordó entonces aquella frase con que su padre le había atizado la voluntad y, al fin, entendió el sentido de la misma. Acudió entonces a la Universidad de nuevo, donde había dejado algunos buenos amigos y otros tantos proyectos inconclusos. Pero allí encontró, sobre todo, a un olvido inmisericorde con el pasado y con las oportunidades perdidas, y un vacío por respuesta. En aquel momento de su vida, un desesperante presagio de tragedia comenzó a rondarle la cabeza día y noche: la tragedia que agota las fuerzas en el hombre al saberse inútil, al pensar que desde que comenzó su vida no había hecho más que perder el tiempo en pensar y estudiar, entregado a un destino que hasta aquel momento lo había mantenido en la inercia de una despreocupación por lo material, gracias a los gratificantes emolumentos que el mundo universitario le había dispensado. Las reservas se agotaron y se vio impelido a salir a la calle a buscar un trabajo con el que poder sobrevivir. Un periódico provincial le dio la oportunidad de probar el trabajo de reportero de calle. Y la calle lo atrapó. Como si comenzara a vivir una nueva vida, cada día que pasaba en contacto con la gente de la calle le parecía un día que ayudaba a subsanar aquella enorme herida que le habían causado tantos años aislado del mundo. Descubrió las pasiones y la irracionalidad del vulgo, conoció la entrega de los hombres que nada tienen, conoció la lascivia, el egoísmo, la crueldad más descarnada del hombre, y descubrió la facilidad con que el hombre se entrega a lo desconocido. Poco a poco fue introduciéndose en ambientes decadentes, donde mejor apreciaba la naturaleza de los comportamientos humanos: las tabernas, las vecindades de los suburbios, los ambientes de droga y delincuencia, los prostíbulos. En uno de estos conoció a María, de la que se enamoró. Al cabo de unos meses logró hacerse con una habitación anexa a la mancebía, donde convivió con ella durante lo que serían los días más felices y alegres de su vida. Durante algo más de seis meses ambos vivieron un idilio, poseídos de una especie de frenesí dionisíaco. Él desconocía aquella pasión que brotó de sus entrañas de repente, lo que, además, le impulsó a escribir de nuevo sobre el mundo. Pasaba las noches en vela escribiendo a la luz del farol que desde fuera se proyectaba sobre una mesita de la habitación y dormía escasamente, cuando los primeros anuncios del alba clareaban el cielo.
Cuando una víspera de miércoles de ceniza, él apareció muerto en el portal del burdel como consecuencia de un atraco, María ya había descubierto las caligrafías que él hacía en aquellas noches de desvelo, y se había prendado de las historias que él narraba en sus cuadernos. Durante muchas mañanas, mientras él aún dormía, ella había leído los hermosos y apasionantes relatos cargados de erotismo y lujuria que había plasmado en las horas de insomnio de aquellos días de arrobamiento.
Pasado el duelo, y tras retomar aquellas historias y regocijarse con el recuerdo de él en sus lecturas, María comprendió que, todo lo que él había desgranado en aquellos relatos no eran sino las secuencias de su propia vida. En un afán por conocer al hombre que había amado, releyó y releyó aquellas historias hasta descubrir que la mujer cuyo nombre en ningún momento se mencionaba era ella misma, que el viejo que angustiaba en sueños al protagonista no era otro que su propio padre, y que el hermano hostil al que consiguió poco a poco envenenar representaba su otro yo. Entendió que el tiempo que había permanecido con ella había vivido con la dolorosa conciencia de esta muriendo en vida y renaciendo al mismo tiempo, después de lo cual, las dos hendiduras que el acero abrió en su pecho aquella mañana de invierno no fueron más que unos minutos de desaire del destino, un destino que lo mató dos veces. Ante aquel pensamiento María no pudo contener las lágrimas que le desgarraban el alma, una de las cuales cayó en la página en blanco que cerraba un capítulo. Tras aquella húmeda gota María adivinó una mancha de tinta. Volvió la página y encontró unas palabras escritas que no entendió muy bien y que fueron, a la postre, las que dieron título a la obra: “Patología del idealismo”.
Meses más tarde el jefe de redacción de su periódico decidió publicar aquella obra a través de una sección del periódico, obra que tuvo una entusiasta acogida entre el público de la ciudad pero que sus antiguos amigos en la universidad siempre soslayaron, por precaución.
Etiquetas:
Microrrelatos,
Patología del idealismo-
domingo, 2 de diciembre de 2012
LA DICTADURA DEL CAPITAL
Estamos sumidos
en una incomprensión total sobre lo que está aconteciendo a nuestro alrededor. La
crisis nos ha desbordado. No atisbamos a entender quién puede ser el culpable
de todos estos males que nos acechan; oímos que la economía se hunde, que
España está en recesión, que el déficit nos hace agonizar, y tal vez no
entendamos muy bien esos términos, sin embargo la realidad no necesita de
palabras extrañas, ni de artificiosos argumentos, para mostrarse en su más cruda
tragedia. Miles de empresas cierran cada
año, cientos de miles de trabajadores son despedidos y sumados a la vergonzosa
cifra de desempleados, familias enteras son desahuciadas, quedando en la calle
con la misma deuda que tenían y asistiendo atónitos a la venta de sus casas por la mitad de precios
a especuladores extranjeros. Hay hechos que no entienden de economía y hablan
por sí solos. Lo vemos, lo sentimos, lo intuimos: esta sociedad se va hundiendo
poco a poco, al igual que la economía, quizá, pero al mismo tiempo se comienza
a percibir una crisis moral que acompaña a este hundimiento, la desigualdad y
la injusticia se comienzan a palpar en el ambiente, y la indignación comienza a
brotar, preguntándose cómo hemos podido estar tan ciegos durante tanto tiempo.
Pero
somos hijos del capitalismo, y aún estamos envueltos en el humo de la fiesta de
toda una década de locura capitalista que nos hizo vivir en un absoluto
disparate. No sabemos cuántos azotes nos habrá de dar el sistema aún para
darnos cuenta de que después de la muerte de Franco, no hemos hecho sino caer
en otra dictadura, mucho más profunda, mucho más esquiva, mucho más atroz: la
dictadura del capital.
El capital
no nos deja opción: desempleo o esclavitud. Si Milton Friedman, el premio nobel
de Economía que abanderó las doctrinas neoliberales, supiera el monstruo al que
entregó sus teorías, probablemente hoy habría abjurado de todas aquellas ideas
que le auspiciaron a lo más alto. El neoliberalismo como doctrina político económica
ha alcanzado su máximo desarrollo en el mundo, y se ha convertido en un
monstruo al que tan sólo puede detener el pueblo.
Es hora
de levantar la mirada y contemplar el panorama político económico desde una
perspectiva histórica, y conocer y valorar esta crisis como lo que es: una consecuencia
natural de la corriente económica que domina el mundo: el neoliberalismo.
El
neoliberalismo como corriente económica no representa sino los principios
económicos de la alta clase empresarial. Originariamente, surge a lo largo de
la primera mitad del siglo XX por oposición al keynesianismo reinante en la
época. Como una hija del liberalismo económico, pero sin parecerse en casi nada
a aquel, esta corriente económica se mantuvo latente durante gran parte del
siglo XX, hasta que, después de la crisis del petróleo en 1973, en que se
desmoronan los principios teóricos del keynesianismo, comienza a copar el ideario
político de los partidos de derecha y centroderecha, llegando por fin a
ejecutarse, por primera vez, con el gobierno de Margaret Thatcher en Reino
Unido, y secundado por Ronald Reagan en Estados Unidos. Digamos que aquellas fueron
las primeras ejecuciones de las doctrinas neoliberales. A partir de entonces estas
ideas se fueron asentando en los idearios de todos los partidos europeos y americanos
de centro derecha, hasta llegar a nuestros días, en que para confusión de la
población, estas ideas han sido igualmente absorbidas por la izquierda
socialdemócrata europea.
No
podemos, sin embargo, entrar a valorar concienzudamente el calibre de la
barbarie a la que estamos asistiendo si no conocemos, aun brevemente, los
principios de la corriente neoliberal.
De
entrada, bajo la bandera de la libertad económica, el neoliberalismo declara
que el mundo y su economía deben crecer sin la intervención del Estado en la
actividad económica, y que el Estado distorsiona las relaciones comerciales,
hasta el punto de impedir el desarrollo de la verdadera democracia. En virtud
de esta máxima, los estados deben salir de la economía productiva, deben
privatizar todas las empresas públicas que posean y minimizar su actividad en
la sociedad y la economía, relegando su papel a mera institución encargada de
corregir los fallos del mercado.
En
España, desde la transición hasta hoy día, el Estado ha vendido cientos y
cientos de empresas. Rentables o no rentables, los distintos gobiernos han
sucumbido a la presión del capital y han privatizado incluso parte del sector estratégico,
cual es, el sector de las telecomunicaciones y el de la energía. Actualmente el
Estado español posee un parque empresarial residual y continuamente amenazado por
los distintos gobiernos de ser privatizado.
Pero si
la libertad es aplicada de principio en lo que a la intervención del Estado se
refiere, no es argüida con menos fervor en el ámbito de la flexibilización
laboral. Según las doctrinas neoliberales, el Estado no debe inmiscuirse en las
relaciones contractuales entre el trabajador y el empresario, y deben ser ellos
“libremente” quienes pacten las condiciones de trabajo. En este sentido el
neoliberalismo se opone enérgicamente a la regulación del mercado laboral y al
establecimiento de leyes normativas sobre contratos, despidos, salarios o
convenios colectivos. Nada tenemos más cercano que este logro del capitalismo
más perverso: los logros de la transición se han esfumado en los últimos veinte
años, en que, reforma laboral tras reforma laboral, de uno y otro gobierno, han acabado con prácticamente todos los
derechos conquistados por los trabajadores de antaño. Libre salario, libre
jornada, libre duración del contrato, libre despido: estas son las máximas del
neoliberalismo, y a ellas casi hemos llegado después de la última reforma
laboral de 2012, en la que la merma de la capacidad de los convenios colectivos
y la multiplicación de las causas del despido, han dejado al trabajador español
en un total desamparo.
Otra
característica del neoliberalismo ha sido el principio de libertad de
movimientos. Libertad de movimiento para las empresas y los capitales, ausencia
de aranceles para que las primeras puedan instalarse allá donde les convenga y
para que los segundos puedan invertir libremente en los lugares donde haya algo
con qué especular. Y por tanto, según este principio, las regulaciones medioambientales,
las regulaciones de seguridad o las leyes de la competencia, deben desaparecer,
pues no son más que obstáculos para el desarrollo de la economía y de la
democracia. ¿No hemos visto con nuestros propios ojos cómo se ha desmantelado
la industria textil de Europa para instalarse en China? ¿No hemos visto cómo se
llevan las fábricas de nuestro país a Marruecos para minimizar los costes de
mano de obra? ¿No hemos visto cómo el capital financiero hizo su agosto durante
el boom inmobiliario y aun hoy especulando con la deuda pública? Aquí y en
Grecia, y en Portugal, allá donde haya necesidad, acudirá la usura con su inmoralidad
a sacar tajada, pues el sistema así lo permite, por principio.
Las
doctrinas neoliberales no dejan, además, dudas en sus postulados: se deben
suprimir los impuestos a la renta empresarial, al beneficio y a la producción,
pues sólo estos generan riqueza y hacen crecer la economía. Son los ciudadanos,
aquellos que se benefician de los servicios del Estado, quienes deben pagar
impuestos, dicen. Y nuestros gobiernos neoliberales suben el IVA y el impuesto
sobre la renta del trabajo. Y establecen bonificaciones y deducciones al
impuesto de actividades económicas, para que tal o cual entidad bancaria o
acaso esa otra multinacional quede contenta y pague lo menos posible, o acaso
no pague.
Y,
conociendo esta descripción somera del sistema: ¿Cómo entender todo esto en un
sistema llamado “democracia”? ¿Cómo entender que haya unos gobernantes que
asuman estos principios y olviden que se deben a unos intereses generales? ¿Cómo
es posible que nuestros ministros sigan a pies juntillas los principios del
capital y sirvan a los intereses de los poderosos? Nos preguntamos y no sabemos
contestar, además, cómo es posible que unos señores que representan al pueblo y
se deben a unas promesas hechas a sus votantes, se olviden de ellas con tanta
facilidad, impunemente, sin sentir el más mínimo rubor, sin el más mínimo
remordimiento.
Y estas
preguntas tienen una respuesta, tan nítida, tan clara, tan vergonzante como lo
que sigue y que no es otra cosa que la mayor escala de la corrupción, no la del
alcalde que se embolsa los diez mil euros, no la del presidente que enchufa a
su familia: es otro nivel de corrupción: corrupción moral:
Elena
Salgado, ex ministra de Economía y Hacienda: asesora de Endesa, empresa que fue
privatizada bajo su mandato.
José
María Aznar: trabaja como consultor para Endesa.
Isabel Tocino,
ex ministra de Medio Ambiente y Abel Matutes, ex ministro de Industria,
gobierno Aznar: consejeros del Banco de Santander.
Eduardo
Zaplana, ex presidente de la Generalitat Valenciana: salió del consejo de
administración de Telefónica, pero aún tiene contrato con la empresa.
Josep
Borrell, ex parlamentario europeo y ex ministro de Hacienda: consejero de
Abengoa
Rodrigo
Rato, ex ministro de Economía y Hacienda: ex presidente de Bankia.
Ángel
Acebes, ex ministro de Justicia, Interior y Administraciones públicas:
consejero de Bankia.
Josu Jon
Imaz, ex consejero de Industria del País Vasco: presidente de Petronor.
Pedro
Solbes: ex ministro de Hacienda:, asesor de Barclays Bank, grupo financiero.
Narcis
Serra, ex ministro de Defensa, ex vicepresidente del gobierno: presidente de
Caixa Catalunya. En 2010 se sube el sueldo, justo después de haber sido
intervenida la entidad con fondos del FROB. Consejero de Repsol , Telefónica,
entre otras empresas.
El neoliberalismo
es perverso. Su objetivo es el crecimiento económico y los beneficios
empresariales. Poco le importa el desarrollo del hombre, al que considera tan sólo un medio para conseguir sus objetivos. Y por eso el sistema no habla de
ciudadanos, sino de consumidores, o de trabajadores, o de contribuyentes. Y la
educación no es más que unos métodos para hacer al hombre sumiso y cualificarlo
para su uso en mano de obra para el capital. Y sus medios son medios de
propaganda del propio sistema, para controlar la mente del hombre y hacerle
entender que no hay más sistema que este, hijos del capitalismo, y convencerles
de que necesitan lo que no necesitan, de que aman lo que en realidad odian.
Pero no
hay más engaño que el de pensar que este sistema se mantiene por sí solo. No. Este
sistema se sustenta en el imperialismo. Necesita del enfrentamiento norte-sur,
de un continente en el que pueda encontrar mano de obra barata, tal como Asia,
y de un continente del que pueda expoliar sus recursos naturales, llámese
África. Y de una industria armamentística que lo sustente y que se beneficie de
las miles de decenas de muertos en guerras que no salen en los medios, en
pogromos que no vemos.
Pero
ante todo, este sistema no existiría sin un mal inherente al mismo, desde el
principio de los tiempos: la corrupción política. Un mal al que, antes de que
sea demasiado tarde, el pueblo ha de hacer frente.
En la
calle, por supuesto. Y reclamar: Reforma de la ley electoral, Reforma de la ley
de partidos, Reforma de la constitución. Asamblea Constituyente Ya.
Etiquetas:
Aquí entre nosotros,
La dictadura del capital-
Suscribirse a:
Entradas (Atom)