María esperaba a la sombra de unos sauces que se balanceaban sobre la corriente del río. En la espera, la juguetona brisa ribereña columpiaba sus cabellos despeinados. Su rostro,ufano y relajado, parecía hechizado por el río inquieto. Dieron las cinco, y el viejo abrió la cadena del trasbordador. No había nadie más. María se levantó y se concentró en bajar los peldaños hasta la plataforma. El viejo se acercó y le ofreció su mano para bajar; ella percibió su olor, su tacto, las líneas marcadas de la vejez. Luego el hombre esperó tres minutos, tras los cuales cerró la cadena y puso el motor en marcha. El viejo le hablaba: le contó lo del perro, cuyo ojo fue extirpado por las uñas del gato en una pelea; reflexionaba sobre la crueldad: “La crueldad y la sensibilidad cambian con las generaciones”, decía. Ante el silencio de María, calló y la miró con ojos cansados de mirar. Ella vio de repente cómo el río había penetrado a lo largo de tantos años en su rostro.
Al llegar a la otra orilla, el viejo amarró la plataforma y se dirigió a la entrada. Abrió la cadena y se despidió de la chica con la misma mirada cansada. En ese momento ella acercó su cara al hombro del anciano, cerró los ojos e hizo una alegre y solemne aspiración. Luego le miró fijamente y al fondo de su rostro vio unos ojos azules cuyas pupilas titilantes le confirmaban su teoría. Bruscamente volvió la mirada y se despidió de él, con la satisfacción de haber resistido de nuevo el impulso ciego de decirle “adiós, papá”.
Bella biblioteca la tuya, José. Me gusta pasear mis ojos por tus historias. Un abrazo, amigo mío.
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