"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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domingo, 11 de septiembre de 2011

LA CARCAJADA DEL DESEO

José Antonio Nisa




Cuentan que una noche de ciega oscuridad, la Dialéctica penetró en el bosque. La Razón, su diosa  protectora, la había abandonado en un casual momento de debilidad y no había sido capaz de dar marcha atrás. Su corazón palpitaba, sus pies caminaban sobre un suelo mullido e incierto, los recuerdos le atacaban, como alimañas nocturnas, pero ella se defendía de ellas con su mejor arma: las palabras. En un momento de aciaga desesperanza, el rugido del motor de un coche llegó a sus oídos. Una luz se encendió en su corazón. Sin pensar en nada más, persiguió aquel ruido con la tenacidad del condenado, hasta que, al fin, llegó al claro del bosque en el que vibraba aquel motor. Urgida por salir de aquella locura, penetró a tientas en aquel coche cuyo rojo flameante no reconoció en la oscuridad. Allí esperaba el Deseo, siempre temerario y eterno velador de oscuridades, quien se abalanzó sobre ella y la emborrachó de amor durante toda la noche.
Al cabo, las primeras luces del alba iluminaron sus caras. La Dialéctica sintió entonces las prisas del día y se despidió, sin saber quién era aquel que la había sumido en tal efluvio de placer. Ocurrió sin embargo que, al llegar a casa, notó inesperadamente que su fe en la Razón se había desvanecido mágicamente. Poco después descubrió que su diosa protectora la había abandonado para siempre. Al principio quedó abrumada por la insoportable soledad, pero al poco tiempo sintió cómo un impulso superior a cualquier voluntad ultraterrena le conducía de nuevo al bosque. Así fue cómo, día tras día, noche tras noche, la Dialéctica regresó a aquel lugar en busca del rugido encantado y dispuesta a dejarse penetrar por el veneno del Deseo.
Aquella vida límite, sin embargo, no pudo durar más de lo que su debilidad le permitió y, al poco tiempo, acabó siendo consumida por la ciega locura de aquel amante insaciable. Lo único que los hombres recordaron de ella fue su nombre.
Desde entonces, cuando desde algún punto del universo alguien, invocando a la diosa Razón, se pone en manos de la Dialéctica,  una luz cegadora hace un guiño a la noche, desde lo más profundo del bosque, y la poderosa carcajada del Deseo se ríe de nuestro propio engaño.

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