"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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sábado, 24 de septiembre de 2011

EL IMPOSTOR

José Antonio Nisa
“¡No te vayas por favor! ¡No me dejes sola!¡Tengo miedo!”. La mujer se aferraba a su cuello, presa de un estado de pánico que tras los sucesos de los últimos días había cristalizado en su corazón y que ahora se quebraba en sollozos. Él la abrazaba y sentía el temblor a través del calor de su blusa. Acababa de sentir la humedad del miedo que la atenazaba.
Todo había comenzado hacía una semana, un martes, un día que amaneció sin sobresaltos, sin anclajes para la memoria. El reloj de cuarzo acababa de marcar las doce de mediodía y ella se disponía a salir de casa, cuando el teléfono sonó inorportuno. Era la voz de su marido: “Ah, estás ahí. No te vayas, espérame. He de contarte algo.” Ella quiso preguntarle si había surgido algún problema, pero aunque insistió en una respuesta, la voz no volvió a fluir por el teléfono. La intriga y el nerviosismo comenzaron a planear sobre su estado de ánimo.
Durante los quince minutos que duró la espera, quiso distraerse revisando el fajo de facturas que pacientemente acababa de ordenar y que se disponía a pasar a la señora del tercero izquierda que presidía la comunidad de vecinos, pero le fue imposible. Su pensamiento oscilaba de lo trágico a lo insignificante, de la agradable sorpresa a la noticia más escalofriante; su oído ahora se concentraba en los coches que pasaban por la calle, esperando la parada de algún motor; su corazón se retorcía. Sin embargo, no había identificado el ruido del motor de su marido cuando sonó el timbre. Como era su costumbre, antes de abrir la puerta, ojeó por la mirilla. No era él. Un señor con gabardina de color beige, gafas y bigote esperaba tras la puerta. “Un vendedor”, se dijo, y decidió no abrir. Aguardó unos segundos al otro lado de la puerta para ver si el vendedor se cambiaba a la puerta del vecino. Pero en el mismo momento en que sigilosamente destapaba la mirilla para comprobarlo, unas palabras retumbaron en su cabeza. “Soy yo, cariño”. Cerró aquel agujero rápidamente, sin poder creer lo que había oído. Era la voz de su marido. Miró de nuevo a través de la puerta, observó detenidamente al individuo que se encontraba fuera y, queriendo intervenir sobre el aturdimiento que estaba padeciendo, preguntó tímidamente: “¿Andrés?”
- María, soy yo. Abre, por favor –respondió desde fuera.
Pero María no podía creer lo que estaba viendo. “Será una broma. Un disfraz. ¿Qué día es hoy?”. Sus especulaciones no atinaban a razonar lo que estaba presenciando. “¡Las llaves! Debe tener las llaves. Eso es.” Su mente había encontrado una prueba.
- Andrés, ¿y las llaves? ¿Por qué no abres? – respondió, deseando con toda su alma que a sus oídos llegara algo que le hiciera abrir y lanzarse a los brazos de su marido.
- Las he olvidado en el trabajo, María. ¿Por qué no me abres? –dijo impertérrito el individuo.
“No puede ser cierto, Andrés jamás ha olvidado las llaves en el trabajo. No puede ser”, se repetía. Pero ¿y la voz? Aquella era exactamente la voz de su marido. ¡Era la voz de Andrés! Entonces, en un conato de rebeldía contra su miedo, decidió sacudirse de una vez aquella intriga. Enganchó la cadena del seguro en el bastidor de la puerta y, apartándose, abrió.
- ¿Quién es usted? –preguntó nerviosamente, con voz grave.
- María, soy tu marido. ¿Qué te ocurre? Ábreme, por favor –contestó pausadamente el individuo.
María veía aquellos ojos a través de las gafas, el bigote que ahora adivinaba postizo, aquella calvicie galopante que le asomaba por las sienes, la pose firme e inmutable.... y a medida que comprobaba paso a paso que aquel hombre era un extraño, comenzaba a palidecer. Pero la voz...
- ¡Dios mío! –dijo cerrando de golpe la puerta, casi desfallecida,-¿qué me está ocurriendo? Estoy soñando, sí, esto es una pesadilla.
Pero aún no había agotado todo su ingenio para salir de aquel mal sueño. Fue rápidamente al teléfono y marcó el número del trabajo de Andrés.
- Hola. Soy la señora de Andrés, ¿me puede poner con él? Por favor, es urgente –preguntó a una señorita.
- Andrés no se puede poner ahora mismo, señora, es imposible –contestó cortésmente la chica.
- Pero, ¿dónde ha ido? ¿Ha salido hacia su casa? –la impaciencia le hacía subir el tono de voz.
- No señora, está reunido con dos inspectores. Acabará en breve, señora. Si usted lo desea....-María colgó el teléfono bruscamente. Se dirigió de nuevo a la puerta, dispuesta a dialogar definitivamente con aquel impostor. Abrió, pero ya no había nadie en el descansillo de su cuarto piso. María se vino abajo. Recorrió los escasos metros que separaba la puerta del sofá de la sala de estar y se desparramó. “Ha sido un sueño. Ha sido un sueño”, se repetía una y otra vez. Pero no, en el fondo de su conciencia sabía que el individuo aquel era tan real como ella misma. Sus ojos no la engañaban. María estuvo al borde de la locura durante dos horas. A las dos llegó Andrés, con sus llaves.
Andrés le explicó tranquilamente los diferentes estados de la conciencia. “La alucinación es un estado en el que quien lo sufre es consciente de estar viviendo “su” realidad, que percibe como si fuera la verdadera realidad, pero que no lo es. En una alucinación se ve, se huele, se siente y se oye algo falso...” Pero María no le prestaba demasiada atención. Su mirada estaba perdida entre los rizos de la alfombra india en la que jugaba la pequeña Marta. La voz de Andrés ahora sólo le traía el recuerdo de aquel episodio, algo en lo que no podía dejar de pensar. De repente, miró a su marido, con el ceño fruncido y ojos incrédulos.
- Andrés –dijo.
- ¿Qué pasa, cariño? ¿Y esa cara? –se sorprendió Andrés.
- Ríete, por favor, ríe, canta –pidió María seriamente.
Andrés hizo un gesto para abrazarla compasivamente, pero María sintió una repulsión repentina de aquella compasión y se liberó. Arrancó a llorar.
El viernes María había sepultado sus miedos entre mil quehaceres. Intentaba no pensar, salir de casa vivamente, oprimiendo fuertemente el resorte que le empujaba sobre un terror abismal a algo indefinido. ¿Y si alguien se había obsesionado con ella? Nunca jamás le había pasado algo semejante. “Una obsesión por mí, una mujer normal, casada, con una hija, entre miles de mujeres que en la ciudad desean despertar obsesiones en los hombres...no puede ser real”, pensaba. “¿Y la voz? ¿Cómo pueden existir dos voces tan semejantes en el mundo en dos personas de la misma ciudad?”, todo esto pensaba María, conduciendo todos sus pensamientos a un lugar seguro, en el que poder esconder lo imposible y lo terrorífico.
Aquel viernes por la mañana María acababa de hablar por teléfono con su madre cuando, en el momento en que se levantaba de la mesa del estudio, sonó el timbre con un ring largamente sostenido. María, en un primer impulso, acudió alegremente a abrir la puerta, pero, justo cuando se encontraba a dos metros escasos de la puerta, un pensamiento fugaz e inquietante le hizo pararse en seco. María comprobó cómo su sueño volvía a azotarle de nuevo. Era él, el señor de la gabardina, de nuevo. Sus fortalezas se habían derribado de golpe, sus mejores razones se habían vuelto completamente futiles. Su propia existencia comenzaba a resultarle desagradable. ¿Por qué el azar me castiga de esta manera?, se preguntaba. María decidió sumergirse en aquel pozo oscuro cuyos monstruos la paralizaban. Puso la cadena y abrió la puerta.
- ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? –inquirió valiente una respuesta.
- María, ¿por qué no me abres? Soy yo, tu marido, Andrés. No he traído las llaves, creo que las he perdido –contestó aquel.
- ¿Qué está usted diciendo? ¿Mi marido? Yo no le he visto en mi vida. ¿Y cómo sabe su nombre? Márchese, usted no es mi marido, márchese de una vez. O llamaré a la policía –contestó con nerviosa firmeza María.
- Tú no llamarás a la policía porque sabes que esta es mi casa. ¿Acaso no me reconoces la voz? –dijo el extraño.
Pero María ya había iniciado un camino que no iba a abandonar.
- No me importa su voz. Sólo quiero que me deje en paz. ¿Entiende? Márchese y no vuelva. La próxima vez que se acerque a esta puerta tendrá a la policía encima. Se lo aseguro.
- Bien, María, me iré –dijo él, cambiando el semblante de su cara a una triste seriedad nada definitiva. Entonces desapareció de allí.
Sumida en una profunda tristeza, sentada en el sofá, absorta, comenzó a recordar momentos de su vida que pudieran ponerle en la pista de aquel individuo. Rememoró sus primeros noviazgos: aquel compañero de instituto que la perseguía día y noche con un ramo de flores; el chico de ojos verdes que se convirtió en su mejor amigo, hoy pareja de otro de sus buenos amigos; los años en la universidad, las noches de fiesta, los cientos de amigos y decenas de pretendientes que habitaban alrededor de ella, todos tan encantadores....; y, por fin, Andrés, su dulce voz, que la enamoró desde el principio. Entonces un hecho crucial acudió a su mente para hacerla estremecer: el accidente de tráfico de Andrés, la operación que sufrió sobre sus cuerdas vocales, el brazo fracturado, su miedo a que Andrés no se recuperara de todo aquello...

Pero ahora era lunes, aquello había pasado, y María sollozaba en los brazos de su marido, junto a la puerta. Había aguantado todo el fin de semana, aparentando una entereza plausible, hasta que, finalmente, en este momento en que Andrés cogía el maletín, las llaves y se dirigía a la puerta, lo llamó con la cara seria y oscurecida.
- ¡Andrés! –él se volvió y la vio rígida. Hubo un silencio.
Pero ella se abalanzó sobre su cuello.
- ¡No te vayas, por favor! ¡No me dejes sola! ¡Tengo miedo!
Andrés notó la humedad de sus lágrimas en su pecho.
De pronto, el timbre sonó, largamente sostenido. María calló y le dijo al oído, agitada: “Es él, es él, reconozco esa llamada. Andrés, ¿qué vamos a hacer? Llama a la policía.”
- Apártate, por favor. Ve a la cocina y permanece allí –dijo Andrés, un tanto inquieto por las expectativas que le había creado su esposa.
Andrés comprobó, mirando a través de la puerta, que el aspecto del individuo correspondía exactamente al que María le había descrito. Abrió la puerta.
-¿Qué desea usted? –preguntó.
- Hola. Vengo a mi casa. Soy el dueño de esta casa, y sé que mi esposa se encuentra ahí. ¿Y usted quién es? –dijo atrevidamente el individuo.
Andrés sintió que se encontraba ante un loco, ante la irracionalidad y el ímpetu violento de este tipo de personas. Aun sorprendido por sentir su propia voz reverberar en sus oídos, rehusó hacer uso de la razón para convencerlo o hacer ninguna consideración. Retrocedió, pero justo en el momento en que la puerta avanzaba a su cierre el individuo insertó el pie para impedir que cerrara. En un arrebato de rabia Andrés abrió y encaró al hombre de la gabardina y el mostacho, pero éste ya tenía una pistola apuntándole al vientre. Andrés enmudeció, lo miró desolado y, atenuando el volumen de su voz, dijo: “Dígame la verdad, ¿qué quiere?”
En aquel momento se oyó un disparo. María acudió corriendo desde la cocina gritando el nombre de su marido. Al llegar a la puerta sólo vio a su marido tendido en la puerta, desangrándose. Ni siquiera pudo gritar. Cayó al suelo, ipso facto.
En el hospital su madre le contaba que aún no le habían dicho nada a Marta. Era pronto, decía. Lo mejor sería que la pequeña pasara algunos meses en casa de su abuela, que se apartara un poco de la tristeza y pesadumbre de su madre. Ella la visitaría todos los días.
- Ah, y ahora te he de decir una mala noticia: la policía me ha dicho que no hay ningún tipo de pruebas. Ningún vecino vio ni escuchó nada. Dicen que esta investigación va a resultar difícil sin el apoyo de ningún testigo –la madre de María tenía una vitalidad que le hacía sobreponerse a las situaciones más difíciles.
Los psicólogos habían diagnosticado “normalidad” en el informe psicológico que habían redactado sobre María. Habían pasado ya ocho días. Le habían aplicado terapias de choque contra la melancolía a causa del duelo y María había respondido.
En casa María recuperaba su actividad, lentamente. La policía no sabía aún nada del impostor. Ella no les había hablado de aquellos días anteriores. Con todo, el miedo hacia aquel individuo había desaparecido.
Aquella tarde María la pasó en el parque, con Marta. Luego la acompañó de nuevo a casa de los abuelos. A las cinco regresaba a casa. El cansancio le hizo subir por el ascensor, a pesar de lo que detestaba aquel cajón claustrofóbico. La llave sólo dio un giro. Se sorprendió: “Juraría que le había dado tres vueltas”. Entró en casa. Soltó el bolso y el abrigo. Caminó hacia el salón y allí encontró, sentado en el sofá, escondido detrás de un diario ya caduco, a aquel individuo, con su gabardina, su mostacho y sus gafas.
- Hola, María.
- Hola. Has llegado hoy un poco antes –dijo ella, mientras acercaba su cara a la de él para besarle.
- Sí, el brazo cada vez me responde mejor. ¿Quién lo habría dicho tras el accidente?

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